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Espejismo del Bienestar

Por José Guillermo P.H.

En la narrativa oficial ha ocurrido un milagro: entre 2018 y 2024, 13.4 millones de personas escaparon de las garras de la pobreza. Las cifras, avaladas por el INEGI, son contundentes y se celebran como una proeza histórica. Sin embargo, al rascar la superficie de este triunfo, emerge una paradoja desoladora que revela la fragilidad de nuestro supuesto avance.

La contradicción es brutal: en el mismo periodo en que se reducía la pobreza, el número de mexicanos sin acceso a servicios de salud se duplicó, alcanzando la pasmosa cifra de 44.5 millones de personas. Hemos construido una extraña prosperidad donde algunos de los más pobres tienen más dinero en el bolsillo, pero carecen de un médico al cual acudir en caso de enfermedad. Es una victoria con sabor a ceniza.

Esta esquizofrenia estadística no es casual, sino el resultado de una clara decisión política. La estrategia fue doble: por un lado, se expandieron masivamente las transferencias monetarias directas, un mecanismo efectivo para elevar el ingreso y, por ende, mover el indicador de pobreza. Por otro lado, y con una negligencia para muchos criminal, se desmanteló el sistema de salud pública. La extinción del Seguro Popular, seguida por el nacimiento y muerte prematura del INSABI, dejó un vacío institucional que hoy pagan los más vulnerables.

Lo que presenciamos es la diferencia entre aliviar un síntoma y curar la enfermedad. Se optó por la lógica del subsidio, políticamente rentable y de efecto inmediato, en lugar de la compleja y ardua tarea de construir instituciones sólidas. El resultado es un bienestar de cristal, una seguridad económica que puede hacerse añicos con el primer diagnóstico médico serio. Se ha creado una nueva clase de vulnerabilidad: la del ciudadano que no es oficialmente pobre, pero que vive a una enfermedad de distancia de la catástrofe.

A esto se suma la incertidumbre con respecto a por cuánto tiempo será posible mantener estos subsidios, porque dada la realidad demográfica y la evolución que se tendrá en un futuro no lejano hacia una población más vieja, el dinero simplemente no alcanzará para mantener las transferencias sin incurrir en una catástrofe económica como las que ya se han observado en otras “demagocracias”.

Esto nos obliga a cuestionar la verdadera naturaleza del desarrollo. ¿De qué sirve un ingreso ligeramente mayor si la salud, el más fundamental de los derechos, se vuelve un lujo inalcanzable? La pregunta que queda suspendida en el aire no es si somos un país con menos pobres, sino si estamos en camino de ser una sociedad con más ciudadanos plenos y protegidos. Por ahora, las cifras nos muestran un espejismo, y en el desierto de la desigualdad, un espejismo puede ser más cruel que la propia sed.