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Entre lazos

Amparo Berumen

Claude Monet fue el paisajista que reprodujo en color los efectos de la luz solar pintando la misma escena, los nenúfares, veinte o treinta veces a fin de registrar sus diversos corolarios según la hora.

Fue el perfeccionador de la técnica impresionista que amaba los estanques y las citadas rosas de mar, y a sus manchas las llamaba impresiones. Hablar del virtuoso que en sus ratos perdidos dibujaba y en la granja paterna pintó escenas aldeanas, eriales y bodegones, dejando los ocres para introducirse al Impresionismo con sus frutales encendidos y sus enormes girasoles, es recordar a Vincent van Gogh.

Y si hurgara la plenitud expresiva de Edgar Degas en lo esencial de su creación pictórica y su contexto, quizá alcanzaría a reconocer que el espectro de su obra es muy superior al de los motivos que se han hecho populares. Difícil es aprehender apropiadamente la complejidad de un pintor influido por el Realismo y el Impresionismo, que rechazó todo compromiso artístico y personal provocando ser señalado como excéntrico de la vanguardia histórica.

Entre 1845 y 1853, Edgar Degas se da a conocer como excelente dibujante y en este último año se inscribe como copista en el Louvre, siendo su divisa: “Hay que copiar a los grandes maestros y volver a copiarlos. ¡El aire que se ve en los cuadros de los grandes maestros no es aire para respirar!”.

En 1855 Degas conoce a Dominique Ingres –pintor francés que se distinguió por la perfección de su dibujo–, y le confiesa que pretende iniciar su carrera artística. Ingres le recomienda siempre: “Dibuje líneas… muchas líneas, ya sean de memoria o del natural”.

Para el muy joven Degas, estas palabras se convierten en su evangelio. Habiendo creado ya importantes obras y tenido contacto con negociadores de arte, Degas asume que precisa de una mayor dedicación a temas contemporáneos. En el tiempo exacto en que se encaminaba hacia la modernidad y se aferraba a la tradición, coincide con Edouard Manet.

Este trascendental y significativo encuentro se da en 1862 en el Louvre, cuando Degas se encontraba copiando a Velázquez, y era Manet centro de un grupo de artistas en el Café Guerbois. Manet sería para Degas el catalizador de una reorientación que lo llevó más allá de la pintura histórica y los retratos, para desarrollar nuevos temas y creaciones propias. Manet le introduce en el círculo de jóvenes artistas al que pertenecen los pintores Camille Pissarro y Edmon Duranty, donde pronto destaca no sólo por su obra sino también por sus excesos al hablar.

En los acalorados debates y colisión de posturas, Degas entra en un mundo de ideas completamente nuevo para él, en el que aflora su arte y gran técnica en el manejo del color y la anatomía. Aparecerá entre otros, el tema de los cafés cantantes, porque para Degas el café era lugar de reunión y noticias, un microcosmos social al que dedica su atención a partir de la segunda mitad de los años setenta: Cantante de Café–Concierto con Guante (1878), Dos Estudios de una Cantante de Café–Concierto (1878-80), Cantante de Café– Concierto (1880), En el Café des Ambassadeurs (1885), y más! … Y así como los nenúfares están unidos a Claude Monet y los girasoles a Vicent van Gogh, las representaciones de ballet se unen para siempre a Edgar Degas. Su arte se identifica con las bailarinas a quienes en tono socarrón el pintor llamaba “mis artículos”. A partir de 1860 se suceden las obras de estos temas que son una fascinación: DanzaA Jorge Yapur, en Abril. Amparo Berumen