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El principio de conveniencia

Por José Guillermo P.H.

Las sanciones estadounidenses a tres instituciones financieras mexicanas por presunto narcolavado han desnudado una constante del poder: la geometría variable de la justicia. Cuando el Departamento del Tesoro de Estados Unidos -organismo que no se caracteriza por la ligereza en sus acusaciones- señala a Vector, empresa de un cercano colaborador del obradorismo, la respuesta oficial es fulminante. Se habla de soberanía vulnerada, de «dichos» sin sustento, de la necesidad de pruebas irrefutables. México, nos dicen, «no es piñata de nadie». La indignación es genuina, la defensa categórica.


Sin embargo, en la 4T tienen dos balanzas cuando se trata de justicia: una para sus allegados y otra para sus adversarios. Para investigar a Carlos Loret -aunque dijeran que no lo investigaban a él, sino al medio de comunicación Latinus que él dirige- no hizo falta más que una supuesta denuncia. El periodista acusó que le fue exigida información financiera personal y de su esposa. A la fecha, lo único que pudieron demostrar es que Carlos Loret cobró por sus servicios casi 12 millones de pesos en 4 años, es decir, unos 250 mil pesos mensuales, cifra que no está fuera del estándar si se considera lo que ganan los titulares de los noticieros de las grandes televisoras de México. Ahí no hicieron falta pruebas del Tesoro estadounidense.


Para los adversarios basta la sospecha presidencial para que la Unidad de Inteligencia Financiera se convierta en brazo persecutor, armada con poco más que recortes de prensa y denuncias anónimas. Para ellos no hay discursos sobre soberanía ni exigencias de rigor probatorio; por el contrario, se publicitan las investigaciones desde el púlpito presidencial.
He aquí la doble vara en su expresión más pura. Para los amigos, la defensa a ultranza y el manto protector de la soberanía nacional ante acusaciones serias de una potencia extranjera. Para los críticos, la inquisición doméstica.