El manuscrito
Por Priscila Sarahí Sánchez Leal
Nadie tenía la certeza de dónde había llegado o quién era Alberti. Apareció una tarde en la ciudad, con un viejo sombrero de copa, un maletín de cuero y un abrigo deshilachado; su rostro, arrugado, cansado, severo, era el de aquel que no admite preguntas y tampoco busca dar respuestas. Aunque decía ser prestidigitador, sus actos rebasan por mucho el mero ilusionismo, no había conejos ni cartas ni chisteras, en cambio, abundaban las sombras que se alzaban por sí solas en los teatros, relojes que retrocedían o adelantaban el tiempo, espejos que susurraban secretos ajenos. Cautivado, el público aplaudía cada acto con una mezcla de fascinación y temor a la vez.
Lo que ninguno de sus espectadores sospechaba era que el mago no preparaba sus trucos con ensayos, efectos visuales y artefactos ocultos o juegos de manos. No, todo cuanto acontecía en el escenario, cada aparición imposible o desaparición insospechada estaba escrita con premeditación. A solas, en su cuarto de alquiler o camerino, junto a la luz temblorosa de una lámpara de aceite, Alberti planeaba, imaginaba y escribía minuciosamente cada acto y truco que se le ocurría, en un cuaderno de pastas doradas que le acompañaba siempre. No se trataba de un guion, sino de una especie de invocación, en la que sus palabras saltaban a la realidad luego de ser escritas. El mundo y todo lo que hay en él, incluso lo imaginado, le obedecía tras poblar la página en blanco, sin embargo, la tinta también tenía un precio.
La magia, aunque obediente, no era leal. Al principio funcionaba exactamente como él la había concebido, pero con el paso del tiempo, en algún punto se fue abriendo un abismo, un margen de error en el que el truco podía desviarse y alcanzar posibilidades insospechadas. Una paloma que debía salir volando de su manga se transformaba en un pájaro cualquiera sin ojos, lanzando chillidos imposibles de oír; un número de levitación podía dejar a un espectador suspendido durante días, incapaz de bajar ni dormir.
Había ocasiones en las que, al encender una vela, en el teatro se esparcía un aroma a casa olvidada, otras veces, alguna palabra pronunciada al azar era la causante de que todos los relojes de los asistentes se detuvieran. También sucedía que cuando un espejo debía duplicar la imagen de un voluntario, comenzaba a reflejar otras versiones de él que nadie más conocía. Cada función era una apuesta con el caos y el azar, aunque lo cierto es que cada una de estas transgresiones era sumamente estética y envolvente.
Pero nada de lo anterior era pero que el vacío, pues cuando Alberti dejaba de escribir en su libreta de pastas doradas, la magia lo abandonaba por completo. Le resultaba imposible ejecutar el más mínimo truco, ni siquiera un movimiento ágil con los dedos o juego de cartas acudía en su auxilio, lo cual lo había obligado a vivir errante, de pueblo en pueblo, y terminaba siempre acudiendo a su libreta, su pluma y su desbordante imaginación. Su mente y su cuerpo se disolvían en la ausencia de las palabras, pero una vez que volvía a ellas, el mundo estaba ante él, sin embargo, el margen de error se fue expandiendo, hasta llegar al punto de convertir al amo en esclavo de su propia magia.
El caos fue tal que una noche simplemente desapareció, sin previo aviso ni función de despedida. Lo único que se encontró en su camerino fue el cuaderno de pastas doradas abierto, encima de una mesa. En la penúltima página había una frase escrita con trazos temblorosos:
El mago escribe su final y desaparece entre sus propias palabras…
Hay quienes juran haberlo visto en callejones o plazas, encorvado y torpe; algunos afirman encontrar su reflejo en aparadores vacíos; otros creen que nunca existió tal personaje. Lo cierto es que, en funciones callejeras de magia, cuando el truco marcha con asombrosa perfección, quienes conocieron a Alberti sienten un escalofrío que atraviesa el lugar, con la sospecha de que en algún rincón de la ciudad hay alguien que todavía escribe asombrosos trucos de magia.