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Las dos cara de la lluvia

Por Jaime Santoyo

En los estados del norte de nuestro país, como Sonora, Chihuahua, Nuevo León, Durango, Coahuila y Zacatecas, el cielo nublado es casi siempre motivo de esperanza.

La lluvia es recibida con alegría, como un regalo largamente esperado. Cada gota que cae sobre la tierra árida significa vida: revive los pastizales, nutre los cultivos, recarga los mantos acuíferos y devuelve a las presas el brillo del agua que tanto se necesita.

En el norte, la lluvia es sinónimo de prosperidad. Se le espera con ansia porque de ella depende la producción del campo, la estabilidad de los ganaderos y la tranquilidad de las comunidades rurales que viven al ritmo del clima.

El dicho popular lo resume bien: “cuando llueve, todos nos mojamos”, lo que se traduce en que “cuando llueve, todos nos beneficiamos”. En regiones donde la sequía se prolonga por meses y el sol agrieta la tierra, las primeras lluvias traen esperanza. Los agricultores miran al cielo y sonríen, las familias sienten alivio al ver los arroyos correr de nuevo, y el paisaje, antes gris y polvoso, se viste de verde.

Sin embargo, en otras regiones del país, especialmente en el sur y el centro —Veracruz, Hidalgo, Estado de México, Ciudad de México, Chiapas, Oaxaca y Guerrero—, la lluvia tiene otro rostro. Uno que asusta. Allí, las tormentas no son promesa de abundancia, sino presagio de destrucción. La misma agua que en el norte da vida, en el sur arrastra casas, inunda calles, colapsa caminos y se lleva consigo cosechas enteras. Lo que en un lugar es esperanza, en otro se convierte en desolación.

Cada temporada de lluvias nos recuerda lo frágil que sigue siendo el equilibrio ambiental y lo desigual que es la infraestructura en nuestro país. En muchas ciudades, la falta de planeación urbana, así como el descuido y la falta de previsión, convierte cada tormenta en un desastre anunciado: drenajes insuficientes, cauces invadidos por construcciones irregulares, basura que bloquea coladeras y arroyos y comunidades enteras asentadas en zonas de riesgo. En el campo, la deforestación y la erosión agravan los efectos de las lluvias torrenciales, que ya no se infiltran en el suelo, sino que corren con fuerza devastadora hacia ríos y barrancas.

La naturaleza no tiene la culpa. Las lluvias no distinguen entre el norte y el sur, entre el bien y el mal. Somos nosotros quienes, con nuestras acciones y omisiones, hemos hecho que un mismo fenómeno tenga dos caras tan distintas. Por un lado, la lluvia que da vida y esperanza; por otro, la que causa miedo y destrucción.

Tal vez ha llegado el momento de ver en ella no sólo un fenómeno climático, sino una lección. La lluvia nos recuerda que el agua es bendición, pero también advertencia. Bendición, cuando la cuidamos, cuando preparamos la tierra y planeamos nuestras poblaciones con responsabilidad. Advertencia, cuando olvidamos que los excesos de hoy pueden ser las carencias de mañana, y que el abuso de los recursos naturales, la tala inmoderada o la indiferencia ante el cambio climático tienen consecuencias.

Porque, al final, la lluvia no tiene la culpa de cómo la recibimos. La misma nube que se desborda sobre un cerro seco en Zacatecas puede descargar su furia sobre un valle inundado en Tabasco. Es el mismo cielo, pero dos destinos distintos. Las dos caras de la lluvia nos hablan, en realidad, de las dos caras de nuestra relación con la naturaleza: la del respeto y la del descuido.

Y ojalá, algún día, aprendamos a vivir de tal manera que la lluvia, en cualquier parte del país, vuelva a significar solo lo que siempre debió ser: vida, esperanza y renovación.