Emancipar las singularidades
Por Priscila Sarahí Sánchez Leal
El concepto de lo “normal” tiene un arraigo en la sociedad tan profundo e imperceptible que suele ser poco cuestionado. Establecer una categoría imperante de que hay personalidades, comportamientos y gustos “normales” implica dejar fuera otras perspectivas que no se adecuan o están al margen de dicha concepción que, en innumerables ocasiones, suele ser violenta y despectiva.
Social e históricamente, lo normal ha designado aquello que estadísticamente se repite y se convierte en algo común y corriente. Sin embargo, asumir que hay personas “normales” lleva a pensar que necesariamente hay también personas “anormales”, lo cual establece un absurdo, incluso peligroso, juego de jerarquías.
Cabe señalar que la palabra “normal” deriva de norma, que a su vez proviene del latín normālis, que era una escuadra o regla que usaban los carpinteros y albañiles para lograr acabados perfectos y medidas regulares. Diferenciar al normal del anormal es una cuestión de poder que explora en múltiples textos Michel Foucault.
En Los anormales, Foucault explica cómo, a partir del siglo XVIII, la figura del “anormal” se convierte en un objeto de vigilancia y control, en tanto que el anormal además de desviarse de la regla proyecta una amenaza; es decir, hay en él una conducta que debe ser corregida, vigilada, castigada e incluso excluida.
De esta manera, la anormalidad no surge de una diferencia espontánea, sino como el resultado de un dispositivo de poder que clasifica, señala y regula a los individuos bajo la lógica de la norma. Para Foucault la “normalización” no es otra cosa que una estrategia disciplinaria, en la que se crean instituciones (la escuela, el hospital, la prisión, el manicomio) que no sólo castigan o educan, sino que fabrican sujetos al interior de un orden social.
El anormal, ya sea el enfermo, el delincuente, el perverso o aquel que posee una sensibilidad distinta, sirve de contrapunto para consolidar la identidad de los “normales”. Es por ello que cuestionar lo normal conlleva a resistir a ese aparato de poder que pretende homogeneizar las singularidades. En un contexto como el actual es importante resignificar la idea de lo “anormal”, desplazarla del terreno de la amenaza hacia el de la potencia que hay en lo singular.
Esto no significa legitimar prácticas dañinas o destructivas (como la violencia o la agresión que Foucault asocia con la figura del delincuente), pero sí reconocer que cada individuo encarna distintos modos de sentir, pensar y habitar el mundo. Lo diferente, lejos de ser un defecto a corregir, abre fisuras en el orden de la norma y permite imaginar otras formas de vida posibles.
Ahora bien, si se piensa en figuras como el delincuente o la persona diagnosticada con una enfermedad mental, incluso la enfermedad en general, es evidente que los modos tradicionales de tratarlas han estado marcados por la estigmatización y el castigo, más que por una búsqueda de soluciones reales, humanas y justas. Históricamente, tanto las prisiones como los llamados manicomios han sido, en gran medida, dispositivos de encierro y normalización, que no resuelven, sino que sólo excluyen.
Esta lógica de la normalización no se limita a los ámbitos médicos o jurídicos, también atraviesa la vida social en formas más sutiles, pero igualmente violentas. Por ejemplo, ser introvertido, no responder a los estereotipos estéticos dominantes, tener gestos o sensibilidades que no coinciden con lo esperado, puede ser un fuerte motivo de exclusión, burla y otras formas de violencia.
La sociedad ha relegado a los mendigos, con frecuencia a los artistas, a grupos minoritarios y a todo aquel que muestra una sensibilidad distinta, colocándolos bajo la sospecha de la anormalidad, estableciendo un criterio de estigmatización que margina lo que no encaja en el molde de lo aceptado.
Defender las singularidades tiene que ver con preservar esas miradas que transgreden lo establecido, quizá un gusto excéntrico, una sensibilidad estética particular, una manera distinta de organizar el propio tiempo o de relacionarse con el entorno. Ante la maquinaria social, incluso política y económica, que pretende hacer de los individuos sujetos homogéneos y previsibles, afirmar las singularidades es un acto de resistencia que busca generar otros modos de ser, pensar y sentir que no tengan que someterse a la medida única de la regla.
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