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El artista y el algoritmo

Por Juan Carlos Macías Berumen

Hay una escena en Blade Runner 2049 que explica a la perfección cómo funciona la correspondencia actual entre el deseo y la representación; en esta escena, Joi, una inteligencia artificial interpretada por Ana de Armas que emite una proyección corporal, se superpone al cuerpo de una joven mujer para tener un encuentro íntimo con el agente K (quien más tarde se hace llamar Joe en una clarísima doble referencia a El Proceso de Franz Kakfka), y que dicho sea de paso, es un replicante, es decir, un organismo sintético de apariencia humana. Tal encuentro termina siendo poco más que un simulacro exacto de presencia que difiere del tacto porque la textura de la experiencia ha sido diseñada para que todo fluya de acuerdo con lo planeado por Joi.

En este mismo tenor, hay una escena en Her donde una IA, en este caso voz sin cuerpo, propone un acto parecido y recurre a una intermediaria humana para materializar la fantasía de estar juntos. Las dos películas mencionadas surgen a mediados de la década pasada, pero no es la primera vez que algo así se presenta en el cine y debido a los avances recientes que ha tenido la IA, todo parece apuntar a que tampoco será la última vez.

Hace más de 20 años, en 2002 apareció una película titulada S1m0ne, cuyo argumento parecía improbable al inicio de siglo, esta muestra a un director cuya carrera va en declive, Viktor Taransky (Al Pacino), quien recibe de un informático admirador suyo un software capaz de generar a una actriz virtual. Taransky lo usa para sustituir a la actual estrella de su película y crea a “Simone”, quien actúa a la perfección y se vuelve un fenómeno mundial. Para sostener la farsa, Taransky simula entrevistas, estancias en hoteles y rodajes en solitario.

El éxito de Simone es tal que Viktor se vuelve invisible a su lado e incluso se le atribuye el genio del director a haber colaborado con Simone. Cansado de esto, Viktor intenta arruinarla con una película horrible y una entrevista escandalosa, pero el público la idolatra más. Desesperado, arroja al mar los discos del programa que produce a Simone, hecho que la policía interpreta como asesinato y lo detiene. Estas tres películas son reflejos de un proceso que ya no pertenece a la ficción.

Al día de hoy, la inteligencia artificial ha colonizado el otrora fértil páramo de la creación audiovisual y literaria, desde la preproducción hasta la posproducción. Genera guiones, corrige dicciones, rejuvenece rostros, rellena multitudes, produce storyboards y filma escenas, todo en segundos y a un costo casi igual a cero. Con ello, el escritor que antes dedicaba meses o incluso años a organizar un relato ahora edita variantes, escribe prompts y realiza sugerencias; el director que respiraba con los actores se convierte en curador de versiones proporcionadas por el modelo generativo; el actor descubre que su trabajo no termina en el set, sino en cláusulas que autorizan el uso de su semejanza en escenas que nunca va interpretar y en líneas que nunca va a pronunciar.

El problema de fondo en esta situación no es técnico, más bien lo es cultural y es que el verdadero peligro no es que los artistas pierdan algunos o incluso todos sus trabajos. Lo que está en juego no es si la máquina puede lograr una escena convincente, porque ya lo hace y cada día mejor, la verdadera preocupación aquí es que posiblemente los espectadores no seguirán exigiendo que detrás de esa escena haya alguien que arriesgue algo de sí mismo, que deje un pedazo de su alma en su arte.

Y es que desde los griegos el arte se sostenía en un contrato implícito en el que cada uno de aquellos que participaban de su creación entregaban una parte de su persona. Esa exposición constituía el valor de la obra. Y es que para el público, particularmente el no especializado, resulta sencillo emocionarse con una síntesis perfecta producida por un algoritmo y hasta conmoverse hasta las lágrimas con un rostro que nunca existió, pero esa emoción no implica la presencia de una vida detrás, ni la huella de un cuerpo que se expuso frente a otros.

En este punto, resulta conveniente recordar que la primera Blade Runner proponía una diferencia esencial que distinguía a los humanos de los replicantes, no era la inteligencia ni la fuerza, (que por supuesto era superior en estos seres sintéticos) sino la capacidad de responder con empatía, aunque irónicamente, esa cualidad pertenecía cada vez menos a los humanos. Ese matiz ayuda a comprender que lo que está en juego hoy no es solo una disputa tecnológica, sino el contrato social que permite al espectador reconocer en el actor o en el escritor a un interlocutor real, alguien que arriesga algo de sí mismo, que pone una parte de su alma en cada cosa que hace. Si ese contrato se sustituye por un archivo reutilizable, entonces la experiencia estética pierde el sentido, aunque la emoción superficial subsista, tal como sucedía con las feelies que describe Huxley en Un mundo feliz.

El riesgo entonces no es el fin del arte, sino su banalización. Huxley imaginó en Un mundo feliz un régimen donde el control se ejercía administrando el placer; Orwell, en 1984, uno donde bastaba con reducir el lenguaje para reducir lo pensable. En ambos casos, lo esencial era la estandarización. Con la implementación de la inteligencia artificial en cada vez más aspectos de nuestra vida se corre el mismo riesgo: inundar el mercado con obras apenas buenas, correctas, agradables a las masas, pero sin singularidad, la repetición de la misma fórmula una y otra y otra vez. Esta abundancia amenaza con saturar la sensibilidad hasta que se pierda la capacidad de distinguir lo excepcional de lo ordinario.

En este sentido, la defensa de los oficios creativos no debería formularse como una diatriba romántica contra la técnica, sino como una política práctica de límites y responsabilidades. Lo humano se sostiene en tanto decisión que organiza la abundancia, en tanto criterio que elige qué vale y qué no, en tanto contrato que impide que la semejanza se use sin consentimiento y que obliga a reconocer que una voz o un rostro no son simples insumos, sino fragmentos de una vida. El futuro del cine y de la literatura no depende de frenar a la IA, porque eso es imposible y además innecesario, se trata de decidir cómo queremos integrarla, qué reglas fijaremos para su uso y qué criterios de gusto formaremos en quienes consumen sus productos.

Lo que está en juego, en suma, es la continuidad de la cultura como espacio donde alguien responde por lo que hace y alguien más sabe a quién debe esa respuesta. Actuar después del algoritmo significa aceptar la potencia de la herramienta, pero negarse a que la herramienta se convierta en el único horizonte; significa escribir, con apoyo técnico si se desea, pero sin abdicar del juicio; significa filmar con nuevos recursos, pero preservando el riesgo que da sentido a la actuación. Si la presencia humana conserva su lugar como núcleo de la experiencia, el cine y la literatura seguirán siendo territorios donde se produce algo más que entretenimiento: seguirán siendo prácticas donde una vida se expone, otra la recibe, y ambas encuentran un sentido que ninguna máquina, podrá nunca garantizar.

Blade Runner 2049 (2017)