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Nuestra Señora de la Resiliencia

Mientras estas líneas se escriben, un murmullo particular recorre las calles de Jerez. No es sólo la anticipación del Grito que resonará en el Jardín Rafael Páez; es un fervor más antiguo, una liturgia íntima que se encuentra en su clímax. Estamos en la víspera del día principal del novenario a la Virgen de la Soledad, baluarte espiritual de nuestro pueblo. Mañana, 15 de septiembre, mientras la nación conmemora el nacimiento de su soberanía política, Jerez celebrará el ancla de su soberanía espiritual. En esta superposición de calendarios, el cívico y el sagrado, se revela una de las claves para entender el alma de Jerez.

La historia de la devoción jerezana a la Soledad posee la pátina de los mitos fundacionales, aquellos relatos donde la historia y el milagro se vuelven indiscernibles. La tradición cuenta que, poco después de la fundación del pueblo en el siglo XVI, unos viajeros anónimos dejaron tras de sí una caja que contenía la efigie. La Virgen no llegó por la espada ni por el decreto, sino como un hallazgo, un don misterioso que el pueblo adoptó como propio. En este origen casi furtivo reside su fuerza: es una fe que brota desde abajo, arraigada en la tierra y en el alma colectiva, no impuesta desde el poder virreinal.

Esta Virgen no es una figura pasiva. Es un personaje histórico, un actor en el drama de su pueblo. La memoria popular, ese archivo infalible del sentimiento, le atribuye haber salvado a Jerez de la peste del cólera en 1833 y de sequías devastadoras. Pero el gesto que la instala definitivamente en el imaginario cívico-militar, tan caro a la historia de México, ocurre en 1872. El general Trinidad García de la Cadena, un liberal arquetípico, un hombre de guerra y de Estado, le impone la banda de «Generala» y le cede su bastón de mando.

Cabe detenerse en la potencia de este acto. En una nación forjada por caudillos y ejércitos, donde el poder militar ha sido sinónimo de violencia y autoridad terrenal, el pueblo de Jerez y su general invisten con el máximo rango castrense a una figura de consuelo y misericordia. Es una subversión simbólica: su Generala no comanda batallones para la conquista, sino que ofrece un baluarte contra la desolación. Su poder no reside en las armas, sino en la fe. Es, en el fondo, una declaración sobre la naturaleza del verdadero poder: aquel que protege, no el que domina.

El novenario, por tanto, es mucho más que un rito católico. Es la fe hecha vida comunitaria. Durante nueve días, los jerezanos renuevan un pacto. Las procesiones, los rezos, la música de las bandas y las danzas no son mero folclor; son el lenguaje con el que se teje y se refuerza la identidad colectiva. El Santuario se convierte en el corazón visible del pueblo, un corazón cuyo latido más hondo fue puesto en verso por su poeta, Ramón López Velarde, en «A la patrona de mi pueblo».

Mañana, cuando la imagen de la Virgen recorra las calles en su peregrinación, se producirá, como cada año, una catarsis. En un estado como Zacatecas, herido por la violencia y la incertidumbre, este acto de fe colectiva adquiere una resonancia urgente. No es una huida de la realidad, sino un acto de resistencia espiritual. Es la afirmación de que, a pesar de las adversidades, existe un núcleo de cohesión, una «soledad compartida» que, paradójicamente, une.

Mientras en todo el país se emula desde los balcones oficiales el grito de Hidalgo, en Jerez además resonará otro clamor, más silencioso pero quizás más profundo. Es el grito de un pueblo que, a través de los siglos, ha encontrado en su fe un pilar de identidad y una fuente inagotable de esperanza. La historia de la patria y la historia de la matria convergen en una misma fecha, recordándonos que México es, ante todo, una compleja y fascinante arquitectura de lealtades.