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El café de la mañana

Por Priscila Sarahí Sánchez Leal

Un sorbo de café baña los espíritus deprimidos
y los eleva más allá de los sueños más sublimes.

John Milton

El primer sorbo de la mañana es siempre el más magnífico de todos; tibio, amargo, preciso. Previo a ello, podría enmarcar el ritual que se repite cada día, aunque nunca es igual, caminar hacia la cocina, disponer lo necesario, abrir la bolsa y dejar escapar el aroma terroso y tostado, ajustar la molienda de los granos, disponer la máquina, encenderla, esperar que el flujo emane y llene la taza vacía.

Entre tanto, el cuerpo y la mente se disponen a un día más en el mundo; ocurre sin prisa, entre la quietud de la casa y el aire fresco que se cuela por la ventana. Hay una forma de sosiego en el acto de preparar el café de la mañana y, tras ese primer sorbo, algo se descoloca y se ordena de una manera distinta.

Afuera, el mundo reanuda su diario andar, a menudo con prisa, pero adentro, las notas de un saxofón danzan y se mezclan con el vaho que asciende desde la taza. Por un instante, todo queda suspendido, finalmente el cuerpo se siente despierto, el ánimo se recompone, se reconoce vivo pese a cualquier adversidad previa.

Edward Hopper, Coffee, 1955.