La igualdad de los no iguales
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Por Jaime Santoyo Castro
Durante su campaña presidencial, Andrés Manuel López Obrador forjó una narrativa poderosa que conectó profundamente con millones de mexicanos. Se presentó como el adalid de la justicia social, el enemigo frontal de la corrupción, el restaurador de la dignidad nacional. Su frase insignia, repetida con insistencia casi hipnótica, fue: “No somos iguales”. Con ella, pretendía marcar un parteaguas entre su gobierno y los anteriores, entre los corruptos de antes y los honestos de ahora, entre la simulación de otros tiempos y la transformación verdadera.
Esa promesa, sin embargo, no ha resistido el paso del tiempo. El contraste entre el ideal que López Obrador ofreció y la realidad con la que su sexenio concluyó, exhibe una brecha dolorosa entre el discurso y los hechos. La transformación prometida se diluyó en un mar de contradicciones, opacidad, polarización y retrocesos institucionales. Aquellos que aseguraban ser diferentes, terminaron actuando (en muchos casos) con los mismos vicios que tanto criticaron, e incluso con mayor impunidad, porque contaban con la legitimidad de un respaldo popular que poco a poco se ha ido erosionando.
La oferta incumplida
López Obrador ofreció un México libre de corrupción, con justicia social, donde se respetara el estado de Derecho, se eliminara la pobreza, se recuperara la paz y se fortalecieran las instituciones. Nos prometió un sistema de salud mejor que el de Dinamarca, una economía sólida, gasolina barata y seguridad en las calles. Ofreció castigo para los corruptos y para los criminales, con el argumento de que ahora sí habría una verdadera justicia, porque su movimiento era distinto: “no eran iguales”.
La población creyó. Porque más allá de la frase, lo que implicaba era profundo: esperanza de que México podía reconstruirse sobre nuevas bases éticas, económicas y sociales. Se pensaba en una administración austera pero eficiente; en un gobierno cercano al pueblo pero institucional; en una política centrada en el bienestar común, sin clientelismo, sin simulación. El tiempo ha demostrado que gran parte de esa esperanza fue traicionada.
El México real: desigual y enfermo
Uno de los grandes fracasos de esta administración ha sido el sistema de salud. Hoy, millones de personas, sobre todo adultos mayores, enfrentan una triste paradoja: tienen una pensión mínima del bienestar, pero no tienen acceso a medicamentos ni a atención médica oportuna. El IMSS y el ISSSTE, antes ejemplos regionales, enfrentan severas carencias de personal, de insumos básicos, de equipos médicos y hasta de camas hospitalarias. Las cirugías se postergan durante meses o años, y la consulta externa sufre de enormes diferimientos.
Peor aún, México ha retrocedido décadas en materia de vacunación. Enfermedades que ya estaban erradicadas están resurgiendo por falta de vacunas. Niños sin esquemas completos están condenados a enfrentar males prevenibles. ¿Dónde quedó la promesa de un sistema mejor que el de Dinamarca?
Persistencia del viejo mal: corrupción e impunidad
Les juro que quisiera no decir esto, pero la corrupción, el huachicoleo, el despilfarro en obras faraónicas y sin utilidad práctica, la violencia desbordada, los desaparecidos, la impunidad criminal, siguen tan presentes como antes, e incluso en muchos rubros han empeorado. Los casos documentados de sobreprecio en proyectos como Dos Bocas, el Tren Maya o el AIFA contrastan con la narrativa de austeridad. El «combate al huachicol» terminó en silencio y sin resultados definitivos. La opacidad en la asignación de contratos, la militarización de funciones civiles y la ausencia de contrapesos reales deterioraron aún más el tejido institucional.
La falsa diferencia
Si aquellos que se decían diferentes actúan igual que los anteriores, ¿dónde está la transformación? ¿En qué se diferencian quienes hoy gobiernan de los que antes fueron juzgados como corruptos, mentirosos o abusivos? Si el resultado es el mismo (o incluso peor) entonces el discurso de “no somos iguales” se ha convertido en una cínica forma de encubrir la continuidad de los mismos males de siempre.
Ser iguales no es un pecado si se es igual en honestidad, en vocación de servicio, en capacidad de gobierno. El verdadero problema es pretender que no se es igual mientras se repiten, con más descaro, los errores del pasado.
Conclusión: un México con sed de verdad
La frase “no somos iguales” podría haber sido una bandera de esperanza, pero terminó siendo un escudo para justificar la incompetencia, la simulación y el desmantelamiento institucional.
El reto de la Presidenta Sheinbaum y de la próxima generación de líderes será retomar el camino de la verdad, reconstruir las instituciones, devolver la dignidad al servicio público y, sobre todo, no volver a prometer lo que no se está dispuesto ni preparado a cumplir.