Inventario mínimo para leer y escribir
Por Priscila Sarahí Sánchez Leal
Hay quienes creen que para leer basta con tener un libro y para escribir, sólo se precisa de una idea, sin embargo, aquellos que aman la lectura y la escritura saben que también hacen falta objetos, algunos silenciosos, otros tercos, pero, en todo caso, todos íntimos, como si de amuletos del pensamiento se tratara.
La lámpara encendida a media noche no sólo cumple la función de iluminar, también acompaña, proyecta sombras sobre la hoja en blanco, hace evidente el temblor de la mano que escribe o intenta escribir. Sin la luz que lo sostiene todo, mientras el mundo duerme, no hay una escritura.
El cuaderno, por su parte, es un territorio en blanco, a la vez que un campo de batalla, que alberga, entre sus páginas, el caos, la belleza, el temor, la intimidad de quien escribe. Algunos cuadernos permanecen intactos, como si fueran tan puros que la idea de escribir en ellos se desvanece en cada intento, pero hay otros, en cambio, que alojan frases sueltas, notas, tachones a manera de cicatrices, textos diversos que aspiran a convertirse en algo más.
El lápiz, no así la pluma, permite la borradura y es el único artefacto que concede la posibilidad de corregir. El trazo inacabado o imperfecto, aquel que puede desvanecerse de un momento a otro, esconde algo completamente humano, de manera que escribir a lápiz es un acto que admite la posibilidad de equivocación.
Por otro lado, los márgenes de los libros y cuadernos subsisten como zonas de resistencia, en tanto que es ahí donde se escribe todo aquellos que no tiene cabida en el centro de la hoja, no obstante, estas anotaciones cuestionan, dialogan, complementan el texto “central”; en dichas fronteras, el lector se torna autor.
Asimismo, el acto de subrayar deviene en una especie de declaración de amor, pues todo lo que se marca en un libro no es siempre lo más brillante, pero sí lo que nos resulta significativo, lo que nos trastoca o acaricia. Subrayar es decir que esto o aquello nos importa de manera especial y, de cierta manera, pasa a constituir aquello que somos o que estamos siendo.
También están los separadores, acompañantes frágiles, testigos del instante en el que retomamos la lectura o la abandonamos. En ocasiones, éstos pueden ser un boleto de autobús, una fotografía, una hoja seca, un billete, un listón deshilachado o un objeto diseñado con esmero exclusivamente para ello. En cualquier caso, los separadore custodian el lugar preciso en donde una historia se mantiene en pausa.
Todo lector y, por supuesto, todo escritor, tiene su propio inventario mínimo, compuesto por objetos que, aunque parecieran triviales, se tornan esenciales en el acto íntimo de leer y escribir, quehaceres que también se construyen a partir de pequeñas pertenencias.