Un gran acto de ilusionismo
Amparo Berumen
La FIFA tiene más agremiados que la ONU.
Juan Villoro.
El fútbol es la gran industria de los grandes estadios con su fuerte tendencia comercial implícita, con sus muchos intereses y campañas mediáticas. Este deporte es un gran acto de ilusionismo. Es como un ejercicio de la memoria que cumple, en gran medida, aquello de que las sociedades requieren sueños colectivos. Piénsese, si no, en la tesis siempre redundada de que los políticos aprovechan estos gigantescos oleajes festivos para realizar “mejor” sus trueques. Sin embargo, creo que el ciudadano responsable no desvía su ojo avizor de los asuntos que a todos conciernen, aunque se esté celebrando en el campo de juego un gol olímpico.
Se ha dicho también que el fútbol es un asunto planetario con sus más de 3 mil 500 millones de fanáticos, así se tenga comprobado que el fanatismo no trae nada nuevo. Nada. Esto hay que repetirlo las veces que sean, a propósito de las altas expectativas que en cada competición se cimientan en el equipo mexicano. Hay que pastar con las esperanzas –aconseja bien Rafael Pérez Gay…
Pieza medular para quienes siguen esta fiesta por radio o televisión son los cronistas con sus grandes diferencias–distancias. Porque para hacer crónica se requiere una gran dosis de curiosidad, un profundo amor por la indagación, un real deseo de hilvanar con ingenio sucesos y circunstancias. Hay cronistas tan malos que habiéndose ganado un partido, casi siente uno que se perdió. Justo aquí viene a mi mente la figura del maestro Juan José Arreola, a quien conocí en sus varias visitas al Jerez de mi nacimiento. La primera sentado en una banca del bello jardín principal con su amplia capa y sus rizos volantes, leyendo en voz alta La Suave Patria.
Juan José Arreola fue un singular relator de la fiesta futbolística. Y confirmó una y otra vez que sin falsear los hechos pueden construirse historias fantásticas. Con imaginación deliberada y eufórico ademán y un ritmo delirante puntualmente descrito, o a veces quizá con dispar fortuna, hacía el maestro una especie de crónica literaria con visos periodísticos. Era arrebatado en el habla, era instantáneo. Con su lirismo hacía sonreír nuestra inteligencia. Nos hacía querer lo que él quería. Nos hacía creer lo que él creía. O dicho de más precisa manera: desde su sitio de vigía solitario nos hacía caer de bulto, seducidos por el hechizo perenne que imbrica la lectura. De éstos y otros entramados gloriosos ha presumido la fiesta del balón rodante a ras de pasto y por los aires. Sí. En aquellos años los amantes del fútbol aprendimos del maestro Arreola una mejor forma de disfrutar esta pasión, porque en la poblada de sus palabras el goce se hacía más entrañable…
Partiendo de un idealismo filosófico en el que existe solamente lo que es percibido, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares exponen, de manera fina e inteligente, el arreglo implícito entre el negocio millonario y la pasión que encierra el fútbol. En su cuento Esse est percipi –Ser es ser percibido–, los autores plantean que el fútbol ya no existe. Ni los estadios ni los clubes deportivos ni los equipos ni los balones existen. Que la correría futbolística se da sólo por radio en las narraciones de partidos y goles y marcadores ficticios, sobre un guión acordado que se lanza al aire para solazar a una sociedad seducida por los medios de comunicación. He aquí unos fragmentos del cuento citado:
–Y pensar que fui yo el que les inventé esos
nombres.
–¿Alias? -pregunté, gemebundo-.
¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el
genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?
La
respuesta me aflojó todos los miembros.
–¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y
en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq?
(…)
–No hay score ni cuadros ni partidos. Los
estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la
televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó
a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta
capital el día 24 de Junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al
igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un
solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.
–Señor, ¿quién inventó las cosas? –atiné a preguntar.
–Nadie lo sabe. Tanto valdría
pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las
visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los
estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad
masiva es la contramarca de los tiempos modernos.
Un hábil trueque el cuento socarrón de Borges y Bioy Casares. Pero ocurre que
el fútbol existe. Existen los campos, los jugadores, las competiciones, el
balón. Hecho de violentos contraluces, aquí subyacen la pasión, las emociones,
los afectos, la tierra, las razas, las creencias, los uniformes. En medio de
aquel sonado derrumbe que sufrió México frente al hermoso equipo de Alemania,
nadie puede negar que en el encuentro vivimos la experiencia de un partido generoso, intenso,
de minucioso esfuerzo que, si bien, no supone trofeo alguno ni marca el futuro
ni cambia nada de lo que nos aqueja, sí nos trajo instantes felices, porque se
fueron ordenando los sucesos de un modo casi irreal, como si tuviera a veces
este deporte conciencia de sí. El fútbol existe como una actividad destinada a
salvaguardar las emociones. Y en este lance a veces creciente y prolongado no
hay regreso, sino tan solamente un tránsito a lo que sigue…