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Violencia. Elecciones.

Antonio Sánchez González. Médico.

Hace algunos meses, el presidente López Obrador fue objeto de la agresión verbal de un grupo de usuarios de un vuelo comercial de los muchos que él ha abordado en estos casi 3 años de ejercicio del poder. ¿Qué dice aquél famoso -cuasi olvidado- episodio, después de las elecciones, a estas alturas del 11 de junio? Seguramente mucho sobre la violencia en la política y en la vida cotidiana de nuestro país. A raíz de varios episodios en los que los candidatos a cargos de elección popular y muchos funcionarios electos pueden haber sentido los efectos de la ira, cada uno de esas agresiones y ataques ilustra un aumento de la violencia en nuestro país y «una efusión de odio», como hemos leído aquí, allá.

La violencia no es nueva en la política. Además del hecho de que el conflicto es consustancial a la actividad política, que también tiene la tarea de transmutar el enfrentamiento a golpes en enfrentamiento verbal, la violencia siempre ha existido contra los representantes electos, incluso los más ilustres de ellos.

Después de los asesinatos de los presidentes Madero y Carranza, en la era postrevolucionaria, cuando menos dos candidatos presidenciales mexicanos -uno siendo presidente reelecto- y cuando menos un candidato a gobernador fueron asesinados en plena campaña electoral, pero varios presidentes en funciones fueron objeto de agresiones de diversos calibres. En el mundo, el escenario se repite: diversos líderes mundiales han sufrido atentados, algunos de ellos mortales.

La violencia no sólo no es nueva, sino que fue creciendo con los años. La década de 1970, a raíz de los poderosos enfrentamientos ideológicos de 1968, también fueron momentos de tensión cuando muchas oposiciones se resolvieron con barras de hierro como lo demuestra un reciente estudio de un colectivo académico que ha constituido la base de datos más importante de la realidad de la violencia política en México en los últimos cuarenta años. La violencia es una realidad, que no quepa ninguna duda y hay que ponerla en perspectiva.

La violencia es real y cada vez es más plural e inespecífica. Así, un porcentaje de las muertes son causadas por cuestiones relacionadas con la fe de las víctimas y los agresores, otro del activismo de extremistas políticos y de los políticos que ejercen en regiones sujetas a los usos comunitarios. Desde las docenas de episodios de violencia sindical desde mediados de los 80, ha habido un número no determinado de muertes relacionadas con los cada vez más numerosos episodios de violencia social, del llamado crimen organizado y las concernientes con movimientos ambientalistas. Estamos cada vez más inmersos en una sociedad política plagada de violencia. Para muestra, el último botón, más de treinta representantes electos fueron asesinados en nuestro país durante la campaña para las recientes elecciones del 6 de junio.

Entonces, ¿qué nos dicen esos gritos en la cabina de un avión? Si dice poco sobre la violencia –de la que es expresión contenida–, dice mucho sobre la evolución de la acción política y responde a una lógica diversa: primero, la desacralización del cuerpo político entronizado en la cumbre más alta del Estado. El cuerpo físico del monarca presidencial había sido sustituido por un cuerpo institucional intocable y sagrado. Hoy, es el cuerpo físico del presidente el que aparece plenamente, practicando béisbol, comiendo garnachas o mandando los problemas al carajo, sometiendo a este cuerpo presidencial a una falsa ósmosis. Cuando el órgano institucional ya no lo es, el cuerpo físico se impone. Y se expone.

La segunda lógica que está en juego hoy es la desintermediación de la política. El siglo20 marcó el poder de las fuerzas de control político (los partidos), ahora torpes y sometidas a tales críticas que muchos políticos buscan liberarse de ellos. La individualización de la política se convierte en la norma, pero también en el objetivo de los más radicales. El representante electo está solo, sin protección.

Por último, el narcisismo político alentado por las redes sociales –la novedad de la última década– que empujan a los electos y poderosos a buscar «me gusta» y «amigos», signos de una visibilidad pública considerada esencial. No limitado por el partido, el político, como cualquiera necesitado de reconocimiento, expone su yo devorador y defiende, posiciones cada vez más radicales, abruptas y conflictivas con las que hacer ruido. Desacralización del cuerpo institucional, borrado partidista, lógica de radicalización de las redes sociales: ahora hay una receta para la violencia en la política.