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Un corazón leal a López Velarde.

Por Elena Poniatowska

A los dieciocho o diecinueve años, conocí a Ramón López Velarde porque Juan Manuel Gómez Morín del PAN y licenciado en derecho puso en mis manos su ejemplar de la “Suave Patria”.

Dieciocho años es una buena edad para amar a López Velarde aunque ahora a los ochenta y nueve lo amo más que antes y lo digo en voz baja cuando camino en el parque de La Bombilla o cuando espero en la esquina un improbable transporte.

A los dieciocho años le di una y otra vuelta a su poesía, abrí sus armarios y seguí buscándolo en las bancas del parque, hasta fui a Jerez a sentarme al solecito de la plaza, quise aprehenderlo todo de memoria, amarlo y abrir armarios de ébano, pupilas verdes y escoger la más roja de sus manzanas en las asoleadas carátulas de su minutero.

     Ver el maíz y atisbar en el cielo el relámpago verde de los loros, ver los adoquines y las casas de Zacatecas a través de sus ojos, abrir el ropero y desdoblar el velo negro con el que Fuensanta cubría su cabeza para ir a misa, me introdujeron al México más entrañable y al más pecaminoso: el del confesionario, el del señor cura y las monjas con bigote. Por él, por López Velarde, supe del santo olor de la panadería y de las novias quedadas que le dan vuelta a la plaza al acecho de una mirada de hombre. Por él, supe del campanero a quien es fácil preguntarle si el señor cura llegará a tiempo a decir misa porque los curas siempre llegan tarde y acostumbran dormirse en el confesionario de tan repetitivos y tan carentes de fiebre nuestros pobres pecados. 

Ramón López Velarde, nacido en 1888, ha sido el poeta más querido de nuestro país. Decirlo en voz alta es subir al cielo. Saberlo de memoria es una inclinación natural.  Ninguno más accesible, ninguno tan querible. Casero, nos enseñó a mirar por la ventana. Poeta del maíz, nos cubrió de mazorcas, nos volvió apetecibles e hizo que los loros verdes que cruzan nuestros cielos dijeran con el relámpago de su vuelo nuestro orgullo por tener una patria impecable y diamantina. Cada vez que un avioncito escribe con humo blanco alguna propaganda en el cielo pienso en López Velarde. Nadie tan romántico como él, nadie tan intenso en su amor por el país, nadie tan adictivo, nadie con tan inmensa virtud católica y romana.

 En sexto de Primaria, memorizamos su “Suave Patria” y se nos quedó grabada para toda la vida.

También Fuensanta.

Carlos Monsiváis se sabía “La Suave Patria” de memoria y la recitó con Miguel Ángel Granados Chapa en el autobús que nos llevaba de Tel Aviv al Mar Muerto. Monsi disertaba sobre la prima Águeda, sus manzanas y uvas y decía que también a él, Fuensanta le causaba calosfríos ignotos. Era mentira, pero yo todo le creía y más porque no sólo sabía nadar entre libros sino en la piscina del YMCA aunque le resultó imposible hacerlo en el Mar Muerto porque tiene más sal que todas las lágrimas que llora la humanidad y obliga al cuerpo humano a rebotar y salir a la superficie.

En el suplemento cultural “México en la cultura”, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis decían a dúo y de memoria “La Suave Patria” de su ilustre antecesor. Corregían los textos que aparecerían el domingo en el suplemento de “Novedades” y decían que su corazón se ameritaba al trabajar tantísimo en la prosa ajena para convertirla en legible y sacarla del Mar Egeo de la mediocridad.

Considerado modernista, como lo fue Manuel Gutiérrez Nájera, López Velarde escribió en 1921 su gran obra: “La Suave Patria”, el poema de México del que todos sabemos al menos un verso que nos emociona tanto como para  gritar “¡Viva México!”, en la noche del 15 de septiembre codo a codo con una multitud de jóvenes vestidos de blanco y  otra multitud  de Fuensantas vestidas de luto porque sus mustios corazones nunca estarán sobre la tierra juntos.

Por desgracia, el poeta no supo de la devoción con la que los niños declaman en voz muy alta “Suave Patria: te amo no cual mito/ sino por tu verdad de pan bendito,/ como a niña que asoma por la reja/ con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito”, que murió demasiado joven y no le alcanzaron los ínfimos purgatorios, ni el perímetro jovial de las mujeres, ni el vuelo de sus gaviotas y el 19 de junio de 1921 se apagó  tiritando  de frío en un pequeño  departamento de la avenida Álvaro Obregón, esa misma avenida de ida y vuelta en la que los dueños de casas traídas de París paseaban en sus carruajes que guarecían en época de lluvias. “Las tormentas en París no tienen la furia de las mexicanas” decía mi abuela Elena Iturbe de Amor y nos remitía a Ramón López Velarde: “Trueno de temporal: oigo en tus quejas/crujir los esqueletos en parejas/ oigo lo que se fue, lo que aún no toco/y la hora actual con su vientre de coco,/ Y oigo en el brinco de tu vida y venida,/ oh trueno, la ruleta de mi vida./”

De dos poetas mexicanos puedo decir de memoria versos y predicciones, de Carlos Pellicer y de López Velarde. “Yo tuve en tierra adentro, una novia muy pobre/ ojos inusitados de sulfato de cobre/” y “Hermano sol, vamos a colocar la tarde donde quieras”.  Puedo decirlos porque me cantan adentro, y porque desatan en quienes los leen, poderes amorosos que no sabían que tenían. Carlos Pellicer cargó sobre sus hombros de atlante las grandes cabezas encontradas en las selvas de Tabasco y las entronizó en su museo tropical. Ramón López Velarde nos dio su corazón, un corazón cándido, sorpresivamente joven y cálido que nos puso en la caja del pecho para enriquecer  nuestras vidas, hacerlas más generosas y liberarlas de esa sangre espesa que a veces nos atasca.

Además de su poesía nos heredó la prosa de su periodismo que deja ver la originalidad de su inteligencia y un sentido de la ironía poco común.     

En la escuela de la vida nos enseñan a captar “el santo olor de la panadería” que supera (aunque no siempre) a los efluvios de gasolina y de carbón de las empresas modernas que escrituró el diablo como lo previó López Velarde. En las colonias populares es fácil encontrar una modesta panadería que a todos encanta porque su pan recién horneado sabe mejor que cualquier rebanada del desabrido pan de caja que nos han asestado nuestros vecinos. A López Velarde es imposible hacerlo sándwich, nos lo comemos desde la infancia como pan de vida, el que se sopea a la hora de la merienda, el del café con leche, el de chocolate caliente que se bate con molinillo y se sirve espumoso para que a todos nos salgan bigotes.

También López Velarde usó bigotes y si uno mira detenidamente sus escasos retratos es muy fácil llegar a la conclusión de que era un hombre guapo. (¿En qué momento decide un hombre dejarse bigotes?) Confieso que soy una de las enamoradas de López Velarde y que nada me hubiera hecho tan feliz como encontrarlo una tarde en Jerez.  

El genio del zacatecano va mucho más allá del largo poema dedicado a la patria. Los estudiosos de su obra saben de la ironía y suspicacia de sus artículos en la prensa. Nadie ha escrito mejor sobre él que Guillermo Sheridan, nadie le dedicó un estudio tan exhaustivo y tan convincente. Sheridan nos descubre a uno de los grandes creadores de la literatura mexicana.   

Otro notable modernista, José Juan Tablada, escribió un generoso retablo a la memoria de López Velarde que termina de manera certera: “¡Qué triste será la tarde/ cuando a México regreses/ sin ver a López Velarde.”                                             

El Museo de la Casa del Poeta Ramón López Velarde, en la avenida Álvaro Obregón, en la colonia Roma de la Ciudad de México, tiene un sabor especial porque es fácil imaginar al poeta zacatecano subiendo su escalera de madera durante los últimos 3 años de su vida, de 1918 hasta su muerte el 19 de junio de 1921. También es fácil verlo atravesar la avenida, inquieto y arriesgado porque en nuestra bendita ciudad nos acechan peligros mucho más graves que los que devanamos en el confesionario. Asistir a una conferencia o dar una plática en ese museo es un privilegio y muchos hemos sentido entre sus muros el espíritu lopezvelardiano de respeto a las mujeres que permea   encuentros literarios, exposiciones, mesas redondas y hasta obras de teatro que se representan en una sala grande y espaciosa con muy buena acústica. La casa tiene también muy buena vibra porque es la de la poesía y resguarda además las tazas de café bien caliente que se sirven en la cafetería, la biblioteca del muy popular Efraín Huerta (5,154 volúmenes) donada por su hijo David también poeta, la de Salvador Novo (6,200 volúmenes) quién puso el punto agudo de su ingenio en cada inerte pensamiento.