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Un abrazo

Antonio Sánchez González, médico

La fotografía de Julia Le Duc, la periodista tamaulipeca, muestra los cuerpos de un hombre joven y una niña, boca abajo, flotado en agua turbia. El muchacho está descalzo mientras la niñita conserva sus zapatitos diminutos y unos calzones rojos encima de un pañal desechable y tiene medio cuerpecito metido dentro de la camiseta oscura de su padre. Sus caras están encajadas en el lodo. Muertos.

Desconocidos para la inmensa mayoría del mundo hasta esta semana, ahora son brevemente famosos. Son los cadáveres de un migrante centroamericano -cuyo nombre omitiré- y de quien ahora sabemos fue su hijita, Valeria, quienes se ahogaron hace varios días, arrastrados por una riada cuando intentaban cruzar el Bravo para llegar a los Estados Unidos. Ni siquiera lo lograron: la imagen fue tomada en la ribera mexicana del rio.

Es una imagen dolorosísima en el contexto zacatecano.

La intimidad del que parece ser un abrazo entre padre e hija le da al retrato su poder esencial. La imagen comparte elementos con otras fotografías en las que la inocencia de la infancia resalta la crueldad de los humanos. Es una imagen poderosa que, igual que otras con historias parecidas, uno espera que pueda provocar la simpatía social o el cambio político.

Y la imagen se ha compartido profusamente en las redes sociales y se ve repetidamente en la televisión, es motivo de comentarios por parte de los intelectuales y sabihondos y, a veces, en las páginas de los periódicos. A medida que circulan imágenes como esta, creemos que adquirirán la fuerza suficiente para que nuestros líderes políticos tengan que hacer algo diferente: cambiar de rumbo, revisar su propia comprensión de la gravedad de un problema, cambiar sus políticas. Durante más de un siglo, desde que el daguerrotipo existe, esta alegoría ha estado dando vueltas en nuestro ideario colectivo cada vez que los periodistas o activistas enseñan al mundo fotografías que retratan tragedias evitables argumentando realidades que se deben reconocer.

Pero la realidad es otra. Las imágenes de la tragedia que llegan a un contexto político divisorio siempre tienen vías de escape emocional. Uno puede mirar esta foto y pensar que su mensaje profundo es “Imagina la terrible desesperación que dejó atrás, en su tierra, que le motivó a arriesgar todo, hasta la vida de su hija” o «Todos esperamos una vida mejor y tomaremos riesgos extraordinarios en nombre de aquellos a quienes amamos». Pero alguien más probablemente dirá: «La gente no debería cruzar fronteras sin permiso”. En este caso el ahogamiento se convierte en una especie de castigo, un río defiende las ideas de la autoridad humana y la fotografía no significa nada. Simplemente parece que reitera una antigua y apreciada creencia: a las personas que infringen las reglas les pasan cosas malas.

Hay diferencias fundamentales entre estas dos interpretaciones: una requiere empatía y compromiso, mientras que la otra es resultado de un juicio rápido basado en un sentido existente del mundo. El poder de una imagen como esta depende de nuestro sentimiento acerca de quiénes son estas personas. Durante las pocas horas o días en que esta fotografía provoque comentarios y discusiones se harán esfuerzos para convertirla en una alegoría de la ley y el juicio en lugar de una oportunidad para la imaginación moral y la compasión. En el escenario mexicano, puesto sobre la mesa por el gobierno de la república, mal definido, ambivalente, pendular, es difícil interpretar una imagen como esta. Se dificulta cualquier comprensión del dolor antes de que la empatía haya comenzado a cuestionar cómo se siente y se experimenta el trauma. Se trata de mirar sin ver, juzgar sin entender. En el contexto de la cotidianeidad de las familias zacatecanas la visión de esta imagen en particular será, sin duda, clara, dolorosa, diferente.