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Plácido Domingo

AMPARO BERUMEN

El pasado jueves, Plácido Domingo cumplió 80 años de edad. Ello me lleva ineluctablemente a recordar que tuvimos en Tampico la dicha de recibirlo en un concierto público, tal preámbulo a la inauguración de nuestro entonces XI Festival Internacional Tamaulipas…

Plácido Domingo, acompañado por la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma de Tamaulipas (OSUAT). Puerto de Tampico, Octubre de 2009.

En la década de los setenta, los dos grandes tenores fueron Luciano Pavarotti y Plácido Domingo. La voz lírica y aterciopelada de Pavarotti encantaba a todos, pero más a las mujeres. Y Domingo, estudioso y apto, mantenía el alto nivel que le distinguió siempre: vocalista estupendo, músico integral, pianista competente y, a todas luces, buen director de orquesta. Pero Pavarotti poseía el don natural de la seducción, su personalidad cálida y extrovertida conquistaba a las multitudes, aparecía en el escenario sonriendo con su enorme pañuelo al aire que simulaba una especie de escudo por razón de no sé qué augurios… Parecía –dicen algunos, del tamaño de la bandera que ondea en la Casa Blanca.

A mitad de los años setenta el gran Luciano dejó atrás la categoría de cantante de ópera y se convirtió en un personaje público. Se le podía ver en televisión anunciando una tarjeta de crédito, se le veía en revistas o cantando con Frank Sinatra en una función benéfica, y hasta encabezando un desfile en Nueva York, yendo detrás el entonces candidato a la presidencia Jimmy Carter. Al final de la década afrontó Pavarotti encomiendas más densas: ofreció recitales por los que cobraba estipendios sin precedente, los medios de comunicación le asediaban hasta las huellas, y fue para los norteamericanos el Tenor más Grande del Mundo.

Mas el gran Plácido era único porque pudo ser un tenor valioso en cualquier lapso de la historia, y en la década citada de los setenta fue un gigante… La popularidad de Luciano no le caía en gracia por la simple razón de que el tenor más grande del mundo era Él. Así lo consideraban habitualmente los expertos: mantenía siempre un alto nivel al cantar año tras año sin que revelara su voz ningún deterioro, a diferencia de Pavarotti que al interpretar roles como el de Radamés, le perjudicó notablemente. Ay! pero este señor barbado de voz arrobadora hacía creer a cada uno que le escuchaba, que estaba cantando sólo para ella o para él. Su canto sencillo y bello tenía siempre sus facetas rituales: al concluir los recitales abría los brazos al público, cantaba algunos vises y se perdía en el escenario dejando en todos un halo de ausencia, de complacencia…

Musicalmente, Plácido Domingo se formó en México adonde su familia se mudó cuando él era un niño. Sus padres trabajaban como cantantes en una compañía de zarzuela y se cuenta que su madre le dio a luz después de una función. Desde pequeño estudió piano y después dirección orquestal en el conservatorio, con el célebre Igor Markevich. A los dieciséis años asumió su voz y cantaba y tocaba y actuaba en zarzuela siendo barítono. “No poseía técnica, sólo una voz natural” –dijo alguna vez. Sus estudios y presentaciones fueron en ascenso al ritmo del tiempo; en 1966 cantó con gran éxito en el estreno musical de Don Rodrigo (Alberto Gimastera) en la New York City Opera, dos años más tarde en el Metropolitan Opera, y después en todo el mundo. Decían sus críticos que su voz no poseía quizás el timbre particular de Pavarotti, “pero es potente, clara, bien impostada y segura. Es además, un músico integral que desea algo más que echar la cabeza hacia atrás y emitir sonidos hermosos”.

“Los cantantes –había dicho Domingo, pueden ser músicos y no saber música. Los directores de orquesta pueden saber mucho sobre música y carecer de un auténtico sentimiento musical porque son intelectuales, analíticos […] No me agrada escuchar a un cantante de buena formación musical que me produzca sensación de que está cantando notas aisladas. Es la línea vocal la que cuenta, con puntillos, legatos y staccatos que existen, pero no deben percibirse. Para interpretar música hay que superar todas esas cosas; ir más allá”.

La gran mayoría de las figuras contemporáneas de ópera aprenden en total unos quince o veinte roles. Plácido Domingo aprendió más de ochenta. Hace treinta años, el gran crítico Harold C. Schonberg escribió: “En el otoño de 1981 cantó en el Metropolitan Opera, en México, Munich, Londres, Montecarlo, San Francisco y Colonia, todo ello solamente en otoño. En la temporada de 1981-82 intervino en setenta representaciones, cantando quince roles diferentes en veintiún ciudades de diez países. Cuando no estaba cantando óperas, estaba grabando discos, realizando funciones especiales o dirigiendo. Durante algunos años dio la impresión de que las grabaciones de óperas italianas tenían a Domingo como protagonista. Entre 1972-82 cantó en 1,600 representaciones interpretando ochenta y dos roles. Para 1983 había actuado ya en casi 2,000 funciones de ópera, recitales, grabaciones y apariciones en televisión. El promedio sería de una actuación cada tres días durante veinte años. Es el cantante que más trabajó en la historia del canto y confunde a los críticos con una voz que sigue siendo tan potente y dúctil como siempre”. Éstas y otras mociones parloteaban en mi cabeza la noche del concierto en Tampico, mientras se anunciaba la Tercera Llamada. Pensaba también que en la ópera los intérpretes se veían limitados por los honorarios topes que fijaba cada teatro. En Nueva York la cantidad máxima del Metropolitan era de 6,000 dólares a finales de 1970. Pero eso ya pasó a la historia si pensamos en la cifra exorbitante que el Tenor más Grande del Mundo, cobró por su actuación en esta tierra entrañable…

amparo.gberumen@gmail.com