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Antonio Sánchez González. Médico

En el relato de la historia de violencia que la sociedad mexicana -y en particular la sociedad zacatecana- se ha visto obligada a vivir en los últimos años, la agresión y privación ilegal de la libertad de la que ha sido víctima un integrante de la familia gobernante de nuestro estado junto con dos jóvenes trabajadores marca una escalada preocupante.

En el clima de tensión e inseguridad en el que transcurre nuestro día a día, ya no somos solamente los ciudadanos comunes los que sufrimos pesados sentimientos de intimidación, amenaza o manifestaciones de intranquilidad a los que, peligrosamente, nos hemos ido habituando. Acostumbrando.

En el mundo político local y nacional, la condena de este acto incalificable como cuando sucede lo mismo con cualquier otro ciudadano, fue nula, con la única excepción del Obispo Noriega Barceló, quien lamentó el hecho y expresó su preocupación por su magnitud y porque el mismo pone en evidencia la desnudez en la que vivimos. Cualquiera que sea el origen de la agresión su ocurrencia exigía una condena sin reservas. Lo que está en juego aquí va mucho más allá de las posiciones políticas. La violencia es una negación del debate y la argumentación.

La violencia convoca los instintos más primitivos y aniquila la razón. La violencia amenaza los cimientos del contrato social al empujar a algunos a dejar pasar las cosas con disimulo y sin restricciones, a otros a reprimir sin considerar las consecuencias, con el riesgo de que los excesos de nuestras fuerzas castrenses comisionadas a tratar de garantizar la seguridad pública contribuyan al aumento de las tensiones.

Cada vez que se cruza una línea en la violencia, la democracia es la primera víctima. Circunstancialmente, la tragedia sucede en el mismo momento en el que las cifras de muertes violentas sucedidas en lo que va del sexenio del gobierno federal han superado a las de las dos presidencias previas. El evento de Plateros se produce en el mismo momento en el que parecía que los ciudadanos de Zacatecas podíamos empezar a percibir un respiro en el fenómeno de la inseguridad.

Y, lamentablemente, contra lo dicho una y otra vez en el discurso oficial, no se dio parte a las instancias que, se supone, debieron conocer del mismo de primera mano. La realidad nos ha dado un portazo en la cara. Desde hace casi dos décadas, cuando empezamos a vivir esta espiral de cifras con las que medimos el fenómeno de la violencia en la que se desangra México, pero especialmente en estos últimos 4 años y medio de polarización, nuestro sistema político ha mostrado y experimentado su fragilidad: un gran número de ciudadanos se sienten abandonados, otros piensan que su voz no cuenta y todos hemos tenido que cambiar nuestra manera de vivir -para ahora enfrentar- nuestras horas en la calle, en el trabajo, en la escuela.

Por lo tanto, es imperativo reflexionar sobre un mejor funcionamiento de las instituciones y es urgente promover una asociación más estrecha de los ciudadanos en los asuntos públicos.

Pero también hay un lado oscuro de la lucha política, que se alimenta de teorías conspirativas y llamados al odio, desde las tribunas de la autoridad y especialmente en las redes sociales, en un contexto de abiertos desafíos a la democracia representativa, a las instituciones en las que se fundamenta la República y a los organismos ciudadanos diseñados para servir de contrapesos al poder público. Es contra estos excesos eminentemente peligrosos que ahora debemos erigir un muro infranqueable.

El mensaje debe ser claro e inequívoco: el rechazo de la banalización de la violencia. El ataque del fin de semana pasado que tuvo como objetivo a este integrante de la familia en el poder, es indicativo de las derivas que amenazan hoy el funcionamiento de la democracia. Más allá de las condenas que no llegaron exige, incluso hoy, una revisión y un comienzo.