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Obesidad o marihuana.

Antonio Sánchez González.

Médico.

Se espera que siete de cada 10 millennials tengan exceso de peso u obesidad cuando se acerquen a cumplir los 40 años, en comparación con una mitad ya alarmante de los baby boomers, la generación precedente a la mía. Dentro de poco, la carga muy bien documentada de los pacientes con diabetes tipo 2 será paralizante para nuestro sistema de salud. Nuestro país es uno de los países con más gordos en el mundo y esta circunstancia es, por lo tanto, una preocupación legítima del estado que, sin embargo, parece tratar de evitar asumir. Los lobbies de los fabricantes de alimentos y bebidas -los llamados de la Big Food y la Big Drink en otras latitudes- son demasiado poderosos.

 

Ahora es muy claro que el argumento acerca de que la obesidad no se debe tanto a un «estilo de vida» poco saludable o a la falta de ejercicio ha sido escrito por los mismos fabricantes de comida procesada. Los médicos tenemos muy claro que la obesidad está causada por comer y beber de forma poco saludable, de la misma manera que el cáncer de pulmón y la enfermedad pulmonar obstructiva son causadas por fumar. Ya nos enfrentamos a esa crisis provocada por el cigarro y la disminución constante de las enfermedades pulmonares durante más de 40 años seguramente está directamente relacionada con una regulación más estricta y la disminución del tabaquismo. En los Estados Unidos, los hombres dejaron de fumar más rápido que las mujeres y se hizo evidente que murieron menos.

 

Los datos epidemiológicos no permiten discusión. La obesidad debe ser tratada como una pandemia nacional. La industria azucarera se desentiende, argumentando que la responsabilidad recae en las escuelas y los padres. Es absolutamente absurdo que aún se permita la publicidad que muestre a familias felices que se benefician de una gran cantidad de alimentos «malos», de a misma forma que hace décadas se anunciaba que el tabaco tenía atractivo sexual o propiedades curativas. Es irresponsable anunciar productos a los niños, especialmente durante los programas populares, que sabemos que los matarán. Es absurdo que se permita la venta de comida rápida cerca de las escuelas.

 

Pero el gran reto es el precio. Los remedios son familiares. Las bebidas con alto contenido de azúcar y los alimentos manufacturados hiperprocesados ​​deben gravarse enérgicamente, al igual que los cigarrillos, hasta que tengan precios prohibitivos. También el alcohol debería estar más gravado que ahora. La comida escolar debe ser monitoreada para vigilar sus niveles de grasa, harina y azúcar, y los paquetes deben ser etiquetados en consecuencia. La sociedad debe empujar al gobierno como no han podido hacer las alarmantes cifras que suman los casos de enfermos por diabetes, hipertensión y enfermedad articular degenerativa, y las de los muertos por enfermedad cardiovascular y cáncer, todos ellos debidos a obesidad. Y no es verdad que dejar en claro las propiedades de cada alimento viola la libertad individual que nos permite elegir lo que comemos: sólo se trata de poner un freno a la libertad de esos negocios para abusar de los cuerpos -y de la ignorancia- de otras personas. La obesidad es una amenaza mucho mayor para la salud personal que la marihuana -y, tampoco hay duda, los daños provocados por la marihuana también son claros-, sin embargo, en estos días ya no es claro si debemos promover la una y criminalizar a la otra.

 

El problema es político. Cuando en 2014 el gobierno de Peña Nieto propuso un impuesto a la comida y refrescos azucarados, los lamentos y el cabildeo de la industria de alimentos y bebidas provocaron una capitulación legislativa. Cuando se propuso la obesidad como una asignatura obligatoria en la escuela, los maestros protestaron porque se esperaba que les diera conferencias a los padres y a los niños sobre su apariencia. Tarde o temprano estas vacilaciones terminarán. Para luego es tarde. Dentro de una década, siete de cada 10 millennials podrían tener sobrepeso u obesidad. Eso no puede ser.