Navegar / buscar

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

Amparo Berumen

Para hablar de la Plástica en Tamaulipas con el conocimiento y la propiedad que le distinguen, Café Cultura presentó hace algunos ayeres al poeta y pintor tamaulipeco Alejandro Rosales Lugo. Su estancia de día y medio en el puerto abrió lugar a nuestras andanzas. Al día siguiente de la velada fuimos casi temprano al centro a los libros de viejo, y luego a tomar café, al calor de una conversación risueña y mañanera llena de anécdotas y de fantasía.

Es afecto Alejandro a adquirir antigüedades, yo tengo en custodia un viejo quinqué y unas cucharas que captó hace tiempo en la calle del olvido; tengo también una memoriosa máquina de escribir y una lámpara como aquella de Aladino. Frótala y saldrá el genio, frótala con fe repetidamente y cuando el genio aparezca y te conceda lo que deseas, teclea una historia en esa vieja máquina –me dice Alejandro con atropellada emoción.

Reíamos socarronamente de esto, cuando se integró a nuestra mesa un amigo artista que también mucho quiero. Vimos notas de periódico, fotografías, ¡ah los recuerdos…! Alejandro tuvo que marcharse antes de lo deseado, para ir a la central de autobuses y volver a Ciudad Victoria. Afuera continuaba la gente su incansable caminar de ida y vuelta… Apuré el último sorbo de café cuando el reloj marcaba el mediodía.

Enfilé el auto hacia la oficina, y justo al entrar oí el ring ring del teléfono celular siempre olvidado en los abismos de mi bolsa: No me he podido ir, sigo aquí en Tampico, aquí en la central, pero este tiempo lo aproveché para escribir un cuento, acabo de enviártelo, te lo envié en este momento, ¿estás todavía en el café? yo voy subiendo ahora sí al autobús que me llevará a Victoria… Y la voz de Alejandro se fue perdiendo en la distancia, mientras yo encendía la computadora y empezaba a leer:

LA MÁQUINA DE FAULKNER

I.- “Mag nunca se imaginó que aquella mañana en el café se encontraría con Faulkner. Anaximandro la esperaba desde hace un buen rato y mientras miraba a lo largo de la plaza llegó Faulkner con ese sombrero que parecía que venía de caza en la pequeña selva que rodeaba el kiosco mozárabe.

No sé por qué no traje la cámara, se lamentaba Mag, y sus ojos chispeantes, verde azulado, se fijaban en mi rostro. Mírame de frente me decía. Yo sonreí, mientras escapaba mi mirada hacia el perfil de Faulkner que lucía frente al espejo de vitrina del Café Degas. Verdaderamente no sé cómo no traje la cámara repetía ella, aquí ustedes dos juntos…

La mañana empezaba a tomar calor, la gente pasaba y atravesaba mis pensamientos. Las mujeres de perfil frente a la vidriera dibujaban sus pechos ante el contraste solar, su variedad de pechos que caminaban a nuestros ojos. Bueno, ¿a quién le interesaba eso? pero sí dejaba caminar mis ojos al desfile de cuerpos, de caloríficos cuerpos esa mañana. “Tu máquina, me decía Mag, algo tiene.

Anoche que la toqué con suavidad sentí como que se movían sus teclas, esas teclas altotas que impulsan a tocarlas. Tu máquina Remington, esa máquina que me regalaste hace algunos años me parece que es fantasma de muchos fantasmas atrapados en sus teclas. Tienes razón, esa máquina que compraste en la tienda de viejo en Fhar, algo tiene.

Si te dijeron que perteneció a William Faulkner a lo mejor era una tomada de pelo, pero ahora empiezo a creer que es verdad, que Faulkner está aquí con nosotros, en medio de nosotros con una taza de café doble y con su abultado bolso de memorias, de palmeras del sur, de mares contrastados, repitiendo los pasajes de su existencia.

“Anoche toqué la máquina porque parecen teclas de un antiguo piano, algo tiene esa máquina Remington que me regalaste, insistía Mag, porque nunca pensé encontrar aquí a Faulkner con ese sombrero del sur del Mississippi, a bordo de ese río de memorias que parece que trata de llevarlas a nosotros en un café donde el pintor Degas nos pinta la cara. No tengo miedo a los fantasmas, pero empiezo a creer que esta máquina es realmente la que dejó Faulkner en su mesa de estudio con ese papel atrapado al viento, como si el rodillo de la máquina quisiera dejarlo escapar.

Anaximandro, no me mientas, algo dejaste en la máquina anoche… II.- “En la placa de inscripción se leía: ‘Remington Corp. Chicago, III 1925’. Mag movió de lado a lado la máquina con su lupa buscando indicios sobre Faulkner, que ahora se había convertido en una obsesión.

Es una locura –pensaba para sí–, William Faulkner dueño de esta máquina, sonreía incrédula. Mag le comentó a Vespucio lo que había pasado la mañana del viernes en Degas, el café del puerto que oteaba su olor en la transitada calle de la plaza central. Fíjate Vespucio, nos visitó Faulkner en plena plaza a la vista de todos. Sí, el propio William Faulkner, decía respirando inquieta.

Vespucio sonrió tímidamente, ya estaba acostumbrado a escuchar las historias inéditas de su compañera y poca atención le prestó y se retiró a su trabajo en la Compañía Kairo Café. “Mag se pasó la tarde observando la máquina Remington y pensó: “tengo que cachar a William Faulkner, si ese anticuario al que Anaximandro le compró la máquina en Fhar aseguró que fue del escritor, lo tendré que atrapar esta noche”. Mag se preguntó: ¿y si es verdad?

En fin, pensó en voz alta, el jueves iré al cumpleaños de Faulkner que me invita a una juerga y esta vez cargaré mi cámara, aunque dicen que los fantasmas no salen en las fotografías. “Hasta mañana don Faulkner”, dijo mientras se ponía su camisón blanco de dormir que tallaba su cuerpo, y abrió la ventana que dejaba sonar las manos del mar y sus barcos…”