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La escuela en Zacatecas

Antonio Sánchez González. Médico

Premio de consolación de los tiempos difíciles, el futurismo es siempre revelador de heridas que no queremos ver. Los zacatecanos no hemos escuchado de nuestros últimos gobernantes el planteamiento de un sistema educativo que de alguna manera garantice el futuro a nuestros hijos y a Zacatecas.

Es más, hace décadas que nadie ha planteado un bosquejo de solución para salvar a la escuela zacatecana de los callejones sin salida donde está hoy. ¿Pero, es posible reparar la escuela zacatecana del presente, teniendo en cuenta las lecciones de este largo pasado?


La escuela ideal nunca existió, ni en la antigüedad grecorromana, ni en el Calmécac, ni en la Sorbona medieval, ni con Caso o Vasconcelos. Los modelos escolares se han sucedido, más o menos puntuales, más o menos capaces de transmitir conocimientos verificados, más o menos capaces de iluminar inteligencias y corazones. La historia de la educación es una alternancia de auges, picos y crisis a partir de los cuales sería muy difícil identificar un paradigma universal.


Por el momento, la Escuela sufre de males que nos sabemos de memoria, ya que hemos aprendido a deplorarlos. Y las políticas educativas, supuestamente promulgadas para responder al desastre, solo lo han profundizado: insuficiente transmisión de conocimientos fundamentales, contractualización excesiva, clases fraccionadas en especialidades, falsa ilusión pedagógica de la herramienta digital, cambios en los criterios de evaluación, y luego llegó el COVID y sus protocolos.


Lamentablemente, los acontecimientos recientes confirman el estado de calamidad pública. Ya sea por el triste espectáculo de los maestros en nuestras avenidas reclamando el justo pago de sus salarios, la abolición de las calificaciones reprobatorias en nombre de una mal entendida salud mental de los educandos o el precario método de reclutamiento de docentes, la educación zacatecana responde con un desconcertante mutismo a la inmensa crisis que enfrenta. Sin embargo, los maestros tienen en sus manos una de las misiones más nobles que hay: instruir, enseñar, educar.


En la víspera de las vacaciones, la escuela aparece amenazada. El cansancio del profesorado es profundo ante el desarrollo de criterios utilitarios en las familias, la crisis de atención a las humanidades y la falta de consideración de una sociedad que solo tiene ojos para el dinero.


Las condiciones de trabajo de los profesores se han deteriorado en gran medida, no sólo por razones salariales, sino también por la multiplicación de las limitaciones administrativas y la imposición de un discurso directivo político que no educativo. Por último, pero no menos importante, en estos tiempos de feroz igualitarismo y profunda indiferencia a la verdad, la palabra de los profesores se enfrenta a una crisis de autoridad. Hannah Arendt ya lo había percibido bien en su tiempo.

Pero esta crisis está adquiriendo una nueva gravedad en algunas escuelas y clases (incivilidades, confrontación física), en gran parte vinculada al ambiente de crispación en el que vive nuestra sociedad, pero también, más simplemente, a la falta de educación.


Tenemos que redescubrir los conceptos básicos ahora olvidados, como el auténtico valor de la profesión del maestro, artesano de la relación y la transmisión de ideas en lugar de experto en modos pedagógicos. Este esfuerzo, alejado de las facilidades de la sociedad de consumo en la que estamos inmersos a pesar de nosotros mismos, nos invita a repensar en profundidad la formación del profesorado y a replantearnos sus carreras, más que por bonificaciones por mérito, que son solo vasos de agua arrojados al fuego. La escuela también espera una palabra política fuerte, no un político, porque pone en juego el futuro de la comunidad.

Lugar del aprendizaje del concepto de autoridad, la alteridad y el bien común, la escuela presupone no correr incesantemente en la dirección de opiniones de moda sino poder transmitir a nuestros hijos referentes seguros y sólidos para asumir un mundo que no lo es.


La sociedad promocionada tramposamente bajo los adjetivos “liberal” y multicultural que se nos presenta como una conquista no es más que una trampa de alondra que arroja a nuestros estudiantes a mayor confusión y los convierte en presa fácil y desarmada del día a día. La escuela no puede ser el mero anexo del mercado; es, muy profundamente, la antítesis. La figura que hoy propone no tiene nada que ver con la vulgaridad nihilista y utilitaria de la competencia económica. Involucra el sentido del hombre y su libertad.


¿Queremos una sociedad de hombres libres o esclavos? Nuestro sistema conduce directamente a la segunda de estas dos posibilidades. Para la primera, la escuela del futuro necesitará maestros libres y bien formados, como ya pensaba de la Salle hace tres siglos. Dado al presente, el pasado todavía tiene futuro.