Navegar / buscar

Impuestos globales

Antonio Sánchez González. Médico.

El fin de semana pasado pasará a la historia. En la reunión del G7 celebrada en Londres, los ministros de finanzas de 7 de las mayores potencias del mundo acordaron un conjunto común de normas fiscales aplicables a las multinacionales.

El progreso a veces toma caminos singulares. En 2009, el G20 declaró la guerra al secreto bancario. Fue su respuesta política a la catástrofe que estaba golpeando al mundo, la gran crisis financiera en la que los bancos sin duda tenían una responsabilidad, pero no debida a su famoso secreto. Doce años después, los grandes líderes de este mundo están gestionando otro desastre, el de la salud, y para oponérsele su respuesta, que una vez más no está relacionada con el problema de fondo, plantea una lucha contra los paraísos fiscales y las prácticas de optimización excesivas. Al no poder librar al planeta del Covid19, echan a andar la maquinaria política atacando una causa que se considera perdida. Es una forma de respuesta, ciertamente muy indirecta, a la consternación de los ciudadanos de cada uno de sus países y al mismo tiempo una medida de autocompasión por parte de los líderes políticos.

De todos modos, el acuerdo de Londres puede cambiar las reglas del juego. Instalar un nivel mínimo de impuesto de sociedades a escala global y evitar que las corporaciones gigantescas diseccionen masivamente la geografía global de sus actividades económicas, mapeando su tributación, es un buen augurio para una competencia económica más saludable. Esta es la garantía de una mayor equidad de las condiciones de competencia. En otras palabras, este acuerdo no es un golpe a la economía de mercado. Todo lo contrario. La armonización fiscal no solo puede hacerla más aceptable, sino también más eficaz. Es mejor que las empresas compitan en función de la calidad de sus productos y servicios, y por su capacidad de innovación, que por el ingenio de sus expertos fiscales. Tampoco es un cese de la globalización, que debería estar mejor lejos de un entorno que favorece la negociación multilateral en lugar de las guerras comerciales y arancelarias.

La optimización fiscal no sólo ofende la virtud de las almas nobles de los anticapitalistas. Juega en el fenómeno de concentración sin precedentes que se está produciendo a escala mundial. En 1990, según BusinessWeek, el valor de mercado de las 50 empresas más grandes del mundo equivalía al 4.7% del PIB mundial. En 2020, fue del 27.6%. Sus márgenes de utilidad casi se han triplicado, mientras que su nivel medio de tributación se redujo a la mitad. Los economistas debaten sin cesar las causas y consecuencias de este fenómeno. Se intuye que se ve amplificada por la constitución de los nuevos gigantes digitales -campeones del aumento de los rendimientos- y que es perjudicial para la competencia y la innovación.

Por eso es bueno poner un poco de orden fiscal en la casa capitalista mundial. Pero el acuerdo de Londres también suscita falsas esperanzas.

Gravar a las multinacionales bajo este nuevo régimen no hace nada para resolver el desafío que plantea la pandemia a las finanzas públicas de los principales países del mundo. Los ingresos que se pueden esperar de ella no pagarán la factura de la crisis, ni restablecerán las cuentas públicas de los países cuyos déficits estructurales exigen medidas nacionales fuertes.

En segundo lugar, el hecho de que el acuerdo en el G7 de Londres solo fuera posible porque Washington quería que lo fuera, no significa que Joe Biden nos quiera bien. No es la justicia fiscal del mundo la que anima al presidente estadounidense -ex senador de Delaware, ese paraíso fiscal nacional en Estados Unidos con más empresas registradas que habitantes-, sino los intereses bien entendidos del Tesoro norteamericano.

Pero antes de seguir al presidente estadounidense que recomienda un tipo mínimo del impuesto de sociedades del 21% o del 25% en lugar del 15%, el mundo haría bien en mirar a sus espaldas para recordar que después de la crisis financiera de 2009, Estados Unidos había negociado ferozmente nuevas reglas para la capitalización de los bancos (los acuerdos de Basilea 3). Se impusieron en todas partes… excepto en los Estados Unidos.