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Frida y Diego

 AMPARO BERUMEN

Diego y Frida eran algo así en el paisaje 

espiritual de México, como el Popocatépetl 

                                  y el Ixtaccíhuatl en el Valle del Anáhuac.  

                                                                     Luis Cardoza y Aragón.

El veintiuno de agosto de mil novecientos veintinueve, Frida Kahlo y Diego Rivera se casaron por primera vez. La madrina de la boda fue Tina Modotti, gran amiga de Frida, a quien ésta admiró por su férrea militancia política, junto al sugestivo círculo de bohemia comunista al que ulteriormente ingresó Frida, sin duda amadrinada por la célebre fotógrafa ítalo-americana, aquella misma que gustaba de bañarse desnuda en la azotea de su casa cuando llovía.

Y justo allí, en su fiel azotea, Tina recibió al singular grupo de allegados a los novios. Bajo el cobijo de un cielo mexicano todavía diáfano, el sitio lució muy festivo con los colores lucientes de banderitas colgadas en lazos, y hojas de papel picado, “donde pendían del pico de tiernas palomas mensajes de amor”.

Sobre el mantel, se vistieron las mesas con papel de china en tonos contrastantes y el banquete de bodas se sirvió en platos de barro. Untos y aliños sublimaron sabores y olores de las viandas festivas. Sin salir de lo habitual (salvo por la energética sopa de ostiones preparada especialmente para los recién casados), la mesa se esplendió con el arroz blanco y el rojo, los huauzontles en salsas variadas, los chiles rellenos de picadillo o queso y, por supuesto, el irreemplazable  mole de Oaxaca, uno de los antojos preferidos del maestro Rivera cuyo buen comer era bien conocido por todos. Tan conocido como que el celebérrimo pintor olvidaba su carácter malhumorado, apenas tenía enfrente un plato de mole negro con su generosa ración de frijoles de la olla, y sus torrejas enmieladas servidas en cazuela, que le endulzaban hasta la conciencia.

El pulque y el curado de tuna y el tequila “corrieron en la boda como ríos”. Los invitados rodeaban a los novios cantando y profiriendo todo lo que les venía en gana. Y la algarabía empezó a subir de tono al atardecer. Ya caída la noche, los que quisieron quedarse, o no pudieron irse, mitigaron estupendamente las penurias etílicas compensando su paladar con el pozole, y las tostadas de manitas de cerdo o de pollo con aguacate. 

Fue una suerte que el maestro Rivera y su homólogo Siqueiros u otro personaje del clan, no sacaran la pistola en la fiesta para ejercitar su puntería, dada la usanza desde los años en que pintaron la Escuela Nacional Preparatoria, de portar un revólver fajado al cinto, que muy prestos desenfundaban bajo cualquier pretexto sin mediar preocupación de ninguna clase, con tal de aliviar su enojo o con tal de elevar su gusto. Al igual que ellos, ninguno de los comensales sacó la pistola, pese a que era ya una costumbre entre los pintores revolucionarios festejar todo acontecimiento importante “echando tiros al aire”, en lugar de los festivos y clásicos cohetes. 

Sus esponsales los relató Frida de esta manera a una periodista de Excélsior: “A los diecisiete años (en realidad veintiuno) Diego me empezó a enamorar y a mi padre no le gustaba porque era comunista y porque decía que parecía un Breughel gordo, gordo, gordo. Decía que era como casar un elefante con una paloma. Sin embargo, arreglé todo en el juzgado de Coyoacán para casarnos el 21 de agosto de 1929. Le pedí las naguas, la blusa y el rebozo a la criada, me acomodé el pie con el aparato a que no se me notara y nos casaron”. 

Además de advertirle que su hija era un demonio, el padre de Frida dijo al muralista: “Fíjese bien, mi hija es una gente enferma y toda la vida estará enferma; es inteligente pero no es bonita. Revísela si quiere y, si desea casarse, cásese, le doy mi permiso”.

Los novios emprendieron el viaje de bodas rumbo a Cuernavaca, lugar en que el artista trabajaría los muros del Palacio de Cortés. Y mientras él recreaba aquel entorno mexicano en mente y corazón, Frida aprendía los ingratos oficios de ama de casa como lo habían hecho siempre las damas morelenses. A las faldas del Popocatépetl, estos días íntimos atestiguaron los afanes de la recién casada que, amantísima y puntual, llevaba la comida a su marido en una canasta adornada con flores, y una tarjeta perfumada.

Inmersos en la mágica esfera de ese tiempo, Frida de veintidós años y Diego de cuarenta y tres, no pudieron siquiera imaginar los avatares que se avecinarían…

        amparo.gberumen@gmail.com