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Eutanasia: cálculo de placeres y tristezas

Antonio Sánchez González

Todo el problema con el debate actual sobre la eutanasia es que ninguna solución legislativa es perfecta. No existe una ley concebible que pueda resolver todos los problemas o evitar todos los abusos.

Para decirlo más concretamente, entre las leyes más conservadoras que, como recomienda la Iglesia, se limitan esencialmente al rechazo de la implacabilidad terapéutica añadiendo la posibilidad de sedación permanente en los últimos momentos de la vida, y las leyes que, siguiendo el ejemplo de la legislación suiza, autorizan el suicidio asistido, incluso para las personas que no están enfermas, tampoco al final de la vida, apenas hay una solución intermedia que pueda satisfacer a todos o, cuando menos, conciliar los diferentes puntos de vista.

Por ejemplo, la Ley Leonetti -la única legislación de la Quinta República sobre el tema, aprobada a consideración de la propuesta del diputado conservador del mismo apellido en 2005 y reformada en 2016- es generalmente objeto de tres críticas.

En primer lugar, en el caso de que las personas reducidas a un estado vegetativo no puedan terminar con sus vidas por sí mismas, se critica por poner en dificultades a las familias que están impedidas de tomar decisiones cuando no hay directivas anticipadas por el propio paciente -la ley se refiere exclusivamente a personas enfermas-, y a veces incluso cuando las hay.

Luego se objeta que, si aceptamos detener la atención y dejar que una persona desahuciada muera, en lugar de tomar una decisión clara administrando una poción letal, la alternativa es suspender el tratamiento y dejarla morir de hambre y sed durante largas horas, lo que, incluso bajo sedación total, a menudo parece cruel e insoportable.

Por último, hay muchos que creen que la elección de la propia muerte es un derecho fundamental, una libertad esencial que debería estar consagrada en la Declaración de los Derechos Humanos, o incluso en las constituciones, como en Alemania, una elección que, por lo tanto, sería escandaloso negar a quienes la piden con toda conciencia.

En estas condiciones, ¿por qué no permitir el suicidio asistido como lo han hecho algunas democracias, incluso cuando este sea administrado por empresas privadas con fines de lucro? Esta opción, que tiende a considerarse como alternativa por diversas comunidades en el mundo, es empujada por una oleada típica de nuestras sociedades modernas.

Como varios han escrito, estamos experimentando el colapso de los dos grandes «religiones» que nos invitaban a pensar que podríamos encontrar la felicidad «después»: después de la revolución para los comunistas, después de la vida terrena para los creyentes.

Si ahora se trata de encontrar la felicidad aquí y ahora, de aprender a «saborear el momento presente» como rezan los libros de psicología positiva y de desarrollo personal, entonces prevalece la lógica de las filosofías utilitarias. Y el utilitarismo, una doctrina en perfecta armonía con un mundo desencantado, va en la dirección del suicidio asistido.

Fundado por Jeremy Bentham en Inglaterra en el siglo 18 y mayoritaria en el mundo anglosajón, el utilitarismo postula que una acción es buena cuando tiende a aumentar la suma de felicidad para el mayor número de seres sintientes, animales o humanos, y mala en caso contrario.

En estas circunstancias, es comprensible que el utilitarismo venga lógicamente a defender el suicidio asistido: como se resume en un simple «cálculo de placeres y tristezas», no hace falta decir que desde el momento en que una vida incluye infinitamente más penas que placeres sin que se prevea ninguna mejora, debemos asumir las consecuencias y autorizar un suicidio asistido.

No es casualidad en este sentido que sea en Inglaterra donde aparezcan los primeros movimientos de opinión a favor de su legalización. En 1935, la Sociedad de Legalización de la Eutanasia Voluntaria, intentó aprobar una legislación a propósito en la Cámara de los Lores; desde Inglaterra, el movimiento pronto se extendió a los Estados Unidos con la creación por un pastor, Charles Francis Potter, en 1938, de la Sociedad de Eutanasia de América.

En todos estos casos, es una demanda claramente respaldada por el utilitarismo, una demanda típicamente moderna y occidental que apenas afecta a los países del Tercer Mundo. Por lo tanto, aparece claramente vinculado a la secularización del mundo y es también por esta razón, aunque, por supuesto, no la única, que la Iglesia Católica lo ve como un tema esencial.