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“El Rorro”. Excéntrico y popular personaje del Jerez de antaño

José Muro González

Siempre ha habido individuos que despliegan conductas y formas de ser estrafalarias, quienes desdeñan, por convicción o por considerarlas superfluas, las convenciones sociales imperantes dentro de un grupo social, y quienes, sin buscar llamar la atención por ello, son focos de la atención de los demás. Jerez, a lo largo del tiempo, ha tenido sus propios personajes excéntricos, de los cuales se siguen recordando curiosas anécdotas que, en su momento, añadieron colorido a la rutinaria vida de cada día.

Uno de estos personajes excéntricos que los jerezanos de viejo cuño podrán recordar, es quien fue conocido bajo el apodo de “El Rorro” durante las décadas de los cincuentas y sesentas del pasado siglo. Su verdadero nombre fue José Morales Arellano, quien tras de haber sido profesor de educación primaria en la Escuela Federal Tipo durante el tiempo requerido, alcanzó la jubilación por tiempo de servicio, debido a lo cual pudo gozar, desde entonces, de una pensión vitalicia, misma que, a todas luces, debió ser bastante raquítica, ya que el nivel de vida de “El Rorro”, ya jubilado, fue muy precario. Sin embargo, esta condición de jubilación alcanzada por este individuo, de parte del Gobierno, era motivo de cierta admiración y envidia por parte de algunas de las familias jerezanas, ya que, para entonces, para la casi totalidad de los que laboraban no existía esa apreciable prestación derivada del trabajo.

Físicamente, El Rorro tenía un rostro moreno oscuro, que contrastaba con su pelo cano. Era regordete, de cara redonda, ojos saltones y con una frente amplia; las frecuentes sonrisas amistosas que esbozaba hacia las personas, mostraban una dentadura deteriorada. Si bien su forma de vestir era criticable, ya que la ropa que portaba se veía sucia y raída, su sociabilidad era literal, ya que, al saludar, en italiano y otros idiomas, daba los buenos días y las buenas noches a cualquiera con el que se encontraba. Por la noche, a los hombres invariablemente les decía: “Buona Notte, cavalliere”. Quizá, por el hábito derivado de su antigua profesión de profesor, hablaba con una voz fuerte y estentórea, aun de banqueta a banqueta, con las personas conocidas.

Sin embargo, a los ojos de cualquier jerezano, una de las cosas más lamentables en la vida de El Rorro, era su execrable vivienda en pleno centro de la ciudad. Ésta era un cuartucho oscuro de la Calle Aurora, situado justamente contiguo a la fachada sur de la admirada Escuela de la Torre, con la cual contrastaba ostensiblemente. Ese cuchitril que era cocina y dormitorio, carecía de baño. Era notorio para todos los transeúntes que por ahí pasaban, el nauseabundo olor que desprendía esa triste morada, al grado de que, sin disimularlo, se tapaban ostensiblemente la nariz, o preferían, para evadir ese olor, cruzar la calle, para seguir su camino por la otra acera.

Era bien sabido que El Rorro se jactaba, delante de corrillos de jóvenes estudiantes, de poseer un conocimiento enciclopédico sobre la historia universal y la geografía, y como prueba de ello solía ofrecer una peseta, que en ese tiempo era una apreciada moneda con aleación de plata, a quien contestara acertadamente la pregunta que les formulaba sobre esas materias. Obviamente, a pesar de las variadas y descabelladas respuestas, y, alguna de ellas, quizá correcta, que ofrecían los jóvenes, El Rorro se encargaba de contradecirlas y con ello evitaba conceder el premio prometido, con lo que, por lo menos, se lograba, tal vez, el objetivo perseguido por este antiguo profesor, que era el de estimular a los jóvenes al estudio de las materias abordadas.

Entre las habilidades que también distinguían al Rorro se encontraban la de poseer una bella y artística caligrafía, con la cual él podía plasmar en un pizarrón, elegantes avisos, en letra inglesa para información de la ciudadanía, por cuenta del Ayuntamiento.

Un evento en la singular vida de este personaje y que pasmó y aun escandalizó a los más puritanos jerezanos de entonces, consistió en que, pese a la abominable situación de su vivienda, llevó a vivir con él, al mismo tiempo, a dos mujeres jóvenes, y sostener, con ellas, una especie de bigamia de facto. Desde luego, la gente comenzó a referirse a ellas como “Las Rorras”. Como resultado de esta relación, una de esas mujeres dio a luz a un niño, cuya crianza corrió principalmente a cargo de El Rorro, ya que poco tiempo después de ese nacimiento las dos mujeres abandonaron ese “hogar

Aparentemente, El Rorro logró ser un buen padre y una buena madre, ya que su hijo, que, por cierto, para variar, fue llamado por la gente El Rorrillo, se desarrolló muy bien y resultó ser muy despierto, y desde luego, no asistió a la escuela primaria, ya que su progenitor se encargó de enseñarle a leer y a escribir. Sin embargo, para la gente resultaba muy curioso observar que este niño, cuando ya tenía 9 o 10 años de edad, por alguna razón, todavía su padre no le compraba pantalones, sino que iba vestido con una especie de abrigo raído de adulto, que le cubría la parte inferior de su cuerpo. Al paso de los años, afortunadamente, debido a que fue un niño talentoso, El Rorrillo comenzó a estudiar música, arte a la que mostró una considerable afición y llegó, a la postre, a ser un buen músico y a formar parte de grupos musicales conocidos.