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El Mangle y los Buitres

Amparo Berumen

Estoy sentada frente a la laguna en mi pequeña banca de siempre. La gente pasea y corren los niños tras la pelota insuflada y prófuga. Algarabía y risas juguetonas de este puerto, inocentes aún. Pongo sobre la banca un chal ligero, un libro; enredo mis cabellos y saco del bolso mis espejuelos. Con una felpa suave aclaro los cristales, mientras se aleja mi vista buscando el verdeo de los mangles.

Vuelve mi vista a la laguna y se va otra vez hasta esos pequeños árboles. ¡Cuánta nobleza en esta fracción de suelo! ¿Quién que viva en Tampico puede ignorarlo? ¿Quién que viva en esta casa del golfo mexicano ignora que la Laguna del Carpintero con su manglar, tiene un alto valor patrimonial para los que miramos no a lo lejos, sino al mismísimo suelo bajo nuestros pies? ¿Quién ignora que la heredad cultural de los humedales en todo el mundo es resultado de la primigenia asociación de éstos con las personas? Aun las modernidades y la capacidad del hombre de vencer los retos, el desarrollo de toda cultura ha ido siempre unido al elemento AGUA, como centro vital con todas sus trascendencias.

Y esta laguna, la única para todos en igualdad, se adhiere perpetua a nuestros afectos, a nuestra memoria… Abstraída en mis pensamientos tomo el libro que me acompaña. Páginas de la narrativa completa de Bertolt Brecht. El viento marino del atardecer se cuela entre mi falda.

El gusto de estar aquí me lleva a observar de nuevo lo que sucede a mi alrededor. A observar sin preguntar. No pregunto porque todo es una respuesta aclarada por la luz natural que se recrea en cada paraje, en el espejo del agua, en los mangles. Mi pupila capta en un segundo el vuelo de un pájaro o el salto de un pez. El libro me espera; no en vano es el compañero en lo solitario.

Encuentro por fin entre sus páginas el relato brechtiano de El árbol de los buitres, y empiezo a leer: “Muchos días había resistido el árbol las tempestades de invierno y se había ido doblegando en largos atardeceres, agobiado por la nieve; pero llegó la primavera y, con ella, vinieron los buitres. Y el árbol luchó con ellos desde el canto del gallo hasta la medianoche. Los buitres, que oscurecían el cielo, se precipitaron sobre el solitario árbol con tal ímpetu que éste sintió temblar sus raíces bajo la hierba, y eran tantos que durante horas no pudo ver el sol.

Destrozaron las madejas de sus ramas y desmenuzaron sus brotes y tironearon de su cabellera, y el árbol se arrodilló, curvo y desesperado, sobre la tierra de labranza; no se defendió contra el cielo, sino que se afianzó con firmeza en la tierra. Y los buitres se cansaron. Describían amplios círculos en el aire antes de avalanzarse sobre su enemigo haciendo vibrar las alas. Hacia la medianoche, el árbol advirtió que estaban derrotados. Él era inmortal y ellos se dieron cuenta, horrorizados. Habían hecho lo imposible por aniquilarlo, pero a él aquello le era indiferente y sin duda se durmió al caer la tarde.

A medianoPublicado en esta columna el 01 de Diciembre de 2007. che vieron, sin embargo, que empezaba a florecer. Quería iniciar su floración aquel día tal y como estaba, deshecho y desgreñado, desamparado y sangrante; pues ya era primavera y el invierno había concluido. A la luz de las estrellas giraban los buitres con sus garras sin filo y sus alas destrozadas, y se posaban cansinamente sobre el árbol al que no habían vencido.

Éste se estremecía bajo el peso de la carga. Desde la medianoche y sólo hasta que cantó el gallo permanecieron sobre él los buitres, gimiendo lastimeramente en sueños, con sus garras de hierro clavadas en las floridas ramas; pues soñaron que el árbol era inmortal. Pero muy de mañana alzaron el vuelo aleteando pesadamente, y en la suave claridad del amanecer, desde lo alto, contemplaron al árbol como una silueta fantasmal, negra y reseca: había muerto durante la noche”.

Termino la lectura y sobre mi regazo dejo correr las páginas del libro, hasta llegar a la última y cerrarlo. Recojo el chal y guardo en el bolso mis espejuelos. Camino inadvertida entre la gente, jugueteando mi falda en medio de mis pasos. En esta generosa extensión tendremos los ciudadanos nuestro parque. Sí. Bien se ha dicho que en el desarrollo de las ciudades un parque es políticamente importante: los niños juegan, los perros defecan, la gente hace deportes, los políticos los usan para sus campañas electorales, y son lugares donde florecen las manifestaciones culturales e históricas.

Los parques reflejan la situación de una ciudad. Sigo caminando ahondada en la contemplación de lo verde, subjuntivo maravilloso que me exalta. La otra vez unas avezuelas brincoteaban entre los mangles. Pero llegaron los buitres y estos pequeños árboles lucharon con ellos desde el canto del gallo hasta la medianoche.

Los buitres se precipitaron sobre los mangles con tal ímpetu, que éstos sintieron temblar sus raíces bajo la hierba. Destrozaron las madejas de sus ramas y desmenuzaron sus brotes y tironearon de su cabellera, y el árbol del mangle se arrodilló sobre la tierra de labranza; no se defendió contra el cielo, sino que se afianzó con firmeza en la tierra. Quería iniciar sus renuevos tal y como estaba, deshecho y desgreñado, desamparado y sangrante… Empieza a caer la noche. Llueve. Vuelvo a casa dejando en solitario este noble suelo que nos pertenece. Han llegado los buitres, tenemos que aceptarlo. Pero este relato no ha terminado.