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El clérigo Francisco Javier Reveles: otro mentor de Ramón López Velarde

José Muro González

Nuestro gran poeta Ramón López Velarde, siendo apenas “un chiquillo” entabló una amistad cercana, a finales del siglo XIX y principios del XX, con el entonces vicario del Santuario de la Soledad en Jerez, Francisco Javier Reveles.

Al percatarse este último de la creciente vocación y de la aventajada aptitud del niño López Velarde para la poesía, supo orientarlo y guiarlo al conocimiento y a la lectura de algunos “trabajadores de las letras” del centro del país, tales como Armando Alba y el laguense Francisco González León, cuyas obras tuvieron un impacto positivo en el joven poeta jerezano, contribuyendo a formar su gusto y a modelar su espíritu creativo.

De todo lo anterior López Velarde dejó constancia en una magistral crónica que forma parte de su “prosa poética”, y que fue publicada originalmente en la revista Vida Moderna, México, el 2 de noviembre de 1916, y posteriormente recopilada en DON DE FEBRERO Y OTRAS CRÓNICAS. Esta amena obra fue titulada por López Velarde como EL CAPELLÁN y en ella encubrió al personaje real que le inspiró la crónica en cuestión, el presbítero Francisco Javier Reveles, entonces vicario del Santuario, al llamarlo “Padre Mireles”.

Desde los primeros párrafos de este escrito, López Velarde caracteriza al protagonista en forma tan atrayente que hace pensar que el poeta tuvo realmente talento no solo para la poesía sino también para la novela, género literario que desafortunadamente no alcanzó a cultivar. Tras de leer las primeras líneas de esta crónica, se antoja que pudiera ser unos párrafos de una novela de un autor destacado, digamos, por ejemplo, del mismo Balzac.

Comienza así: “EL PADRE MIRELES era el personaje más hábil de la localidad. Erguido y alto, propendía a la gordura. Sus cuarenta años paseaban por las calles y los jardines del pueblo con la ufanía de un capellán que sabe lo que trae entre manos. Al saludar, dejaba ver una cabeza, no fea, con profusión de rizos oscuros y con raya por en medio. Gustaba de llevar descubierta la mitad de su ancha espalda, pasándose la capa por debajo del brazo derecho y haciéndola luego trepar al hombro izquierdo.

Tal extravagancia (motivo de más de una observación de la Mitra), complicándose con un andar ponderoso, inicialmente fatuo, daba al Padre Mireles una traza torera, quizá nociva a la respetabilidad de su estado (…) Mas ni los reparos de la superioridad ni las mordidas de los de la cáscara amarga interrumpían la fachendosa marcha del presbítero. Sus botines, infaliblemente enlucidos, progresaban bonitamente, arrollando escrúpulos canónicos y hablillas laicas.” (…) “Nadie podía, sin calumnia, tacharlo de nada. A lo más, dirían que la modestia no era su fuerte.”

La imponente personalidad del capellán le permitía, incluso, en sus paseos por el Jardín Principal, cortar el “mejor botón del rosal mejor” aunque ello estuviese prohibido por el municipio. En la rivalidad que existía entre el Santuario y la Parroquia por atraer el mayor número de fieles a los oficios religiosos, la gente prefería el primer templo, por lo cual, desde el púlpito, el párroco peroraba en contra del capellán, si bien, ante esos ataques, el Padre Mireles se hacía el desentendido.

El niño López Velarde en un principio tuvo también al capellán “por vacío y vanidoso”, pero poco a poco se fue dando cuenta que el caletre del clérigo no estaba huero, es decir que su cabeza no estaba vacía. En efecto, el poeta en ciernes no solo descubrió que ambos compartían el interés y el gusto por la poesía, sino que el capellán tenía también una forma de pensar y actuar en los que se privilegiaba la caridad cristiana.

En una ocasión estas confidencias llegaron al punto de que el capellán, como si fuera una especie de penitente, le diera al niño cuenta de las supuestas faltas que el clérigo cometía, ya que al practicar la caridad ante sus semejantes y al ejercitar su ministerio, el clérigo obtenía satisfacciones que él consideraba pecaminosas, “que cuando subía a las torres (del Santuario) a echar un vistazo encima de la comarca, se apoderaba de él un deliquio orgánico, al centrarse en la palma de su mano el ovillo de todas las conciencias que hormigueaban abajo y que él podía atar y desatar, según la expresión de la Nueva Ley”.

Esta confesión hecha del capellán al niño, da pie a que, en el último párrafo de su crónica, López Velarde, por su parte, le absuelva, exculpe, perdone las supuestas faltas al primero, al decir y exclamar enfáticamente, “…no logré abstenerme de pensar: ¡Ah, taimado (astuto, disimulado) capellán, dueño de una fibra platónica y epicúrea que me permites entrever! Tú sabes que tu pecado se llama arte, y que pecas cuando levantas del empedrado a la niña que tropezó y la ayudas a recoger su libro, y sus mosaicos, y sus cuadernos de palotes, y su estambre, y sus caramelos.

Sabes que no necesitas absolución para el pecado que cometes cuando inunda tus arterias un bienestar fluido, al ofrecer tu brazo a un viejo que cruza el arroyo…

Eres el cauce manantial en que se significan las abejas de tu capellanía. Tu sacerdocio es vividero… En un banquete emblemático se te sirven almas…