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Ejemplaridad

Antonio Sánchez González. Médico.

Simple respeto a la ley, decencia, virtud, transparencia o heroísmo: ¿qué «ejemplaridad» esperamos de nuestros líderes? La definición de esta noción que ha invadido el discurso político, parece evolucionar según los escándalos.

Se discute en el espacio público acerca de la fiesta de cumpleaños de la hijastra de un hijo del presidente; también sobre el número de propiedades del director de una de las empresas paraestatales más importantes o de una secretaria de estado que se supone fue electa para combatir la corrupción; se discute acerca de la higiene que hay detrás de los contratos de la empresa de una candidata a la presidencia con el gobierno y del contenido de unos sobres amarillos recibidos por un hermano del presidente; también de si los bienes de tal o cual esposa de otro presidente proceden o no de un arreglo con figura de conflicto de interés. Si la ejemplaridad es un deber, sus contornos se difuminan y cambian según los escándalos. ¿Dónde comienza y termina el «deber de ejemplaridad»?

El término ‘ejemplaridad’ ha invadido recientemente nuestro corpus normativo, más como un eslogan que como un concepto definido con precisión. La ejemplaridad no tiene contenido propio. Lo que podría constituir un deber positivo de ejemplaridad sigue siendo un discurso de los actores políticos del país, que tienen un alcance simbólico, pero no vinculante.

La noción de ejemplaridad es todavía una forma solamente verbal entre los que compiten por el poder. Si bien el uso del término se ha popularizado desde mediados de la década de los 80 del siglo pasado, la noción de un deber de ejemplaridad de los gobiernos no es nada nuevo.

Si se hace una genealogía de ese principio, que aparece bajo diferentes términos, cubriendo diferentes requisitos de los valores dominantes de una sociedad: el puritanismo en los Estados Unidos, los honores debidos a los antepasados en Atenas, la Roma republicana que requería que cualquier candidato a una magistratura hubiera cumplido sus campañas militares.

Hoy, estamos esencialmente atentos para garantizar que los más altos líderes políticos, y en particular los miembros del gobierno, hayan cumplido con sus obligaciones fiscales, no estén en una situación de conflicto de intereses, hayan pagado sus pensiones de paternidad y no tengan pendientes acusaciones de acoso sexual.

La ejemplaridad contemporánea sigue buscando una definición capaz de hacer que todos estén de acuerdo. El Larousse la define como el «carácter de lo que es ejemplar, de lo que se pretende que sirva de lección». «La palabra es polisémica», señala Lucien Jaume, un filósofo de la política.

«Ejemplar» se refiere a lo que es el miembro de una serie de objetos idénticos entre sí y la superioridad en valor o carácter excepcional de un ser. ¿Deberían los gobernantes ser obedientes, parecerse a los ciudadanos? ¿Servir como modelos a seguir? ¿O estar sujeto a un régimen excepcional? ¿Tienen que ser perfectos, o más que perfectos?

La exigencia de ejemplaridad se basa en una lógica elitista, en el principio de que ‘la nobleza obliga». Si tal requisito tiene afinidades con un régimen aristocrático, no sería necesario en una democracia. A los gobernantes se les pide que se comporten como iguales a los gobernados y no se espera que tengan superioridad de ningún tipo, al menos no superioridad ética. ¿Es la ejemplaridad una superioridad ética exigida a nuestros gobernantes? ¿Una grandeza de otra época?

Los funcionarios electos están sujetos a un doble mandato contradictorio, Por un lado, se les pide que sean personas normales, ciudadanos comunes, no que sean «profesionales políticos». Por otro lado, se les pide que sean más ejemplares: que no hayan sido condenados, que nunca hayan cometido errores, que no tengan asociados irrespetables, etc.

Y la gente común comete errores. Y no basta con eso, ya no se presume la virtud, se demuestra a través de la transparencia. Hemos llegado al día en el que una ideología de la transparencia habría reemplazado el ideal democrático de producir un mundo en el que prive el bien común. Dar ejemplo se ha convertido así en un tema esencial en las campañas electorales.

Los últimos tres presidentes franceses, aunque aspiran a encarnar modelos de poder muy diferentes han prometido una conducta ejemplar y combatir la corrupción: no ha sucedido una cosa ni la otra.

Cuando hablar de conducta ejemplar se convierte en un encantamiento impotente, un mantra carente de efecto, ¿qué confianza es posible? El historiador griego Tucídides, que señaló los peligros de la corrupción en Atenas, ya señaló que «las palabras se desviaron de su significado ordinario», hasta el punto de que la deliberación pública perdió su significado. «Nuestra república democrática ha cedido al discurso consensual sobre la moralización de la vida política, un instrumento retórico que la adorna con las virtudes de la moral». La ejemplaridad contemporánea sigue buscando un modelo.