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Desigualdad y salud

Antonio Sánchez González.
Médico.
En enero de 2015, Oxfam –la agrupación de organizaciones no gubernamentales que luchan contra la pobreza en el mundo- publicó un informe que muestra las cifras de la desigualdad global, alarmantemente altas y con tendencia a empeorar: el 1% de la población mundial tiene más riqueza que el 99% restante. Esta tendencia no sólo preocupante desde el punto de vista de la igualdad social, también representa un peligro para casi todos los aspectos del desarrollo humano y social y es una amenaza seria para la democracia, la educación y la salud individual de la gente en el planeta.
El mismo día, la OMS lanzó un llamado a los gobiernos del mundo para combatir la epidemia de enfermedades degenerativas, como la diabetes, obesidad, cáncer y cardiopatías, causantes de unas 38 millones de muertes en 2012, 42% de ellas prematuras y evitables si se abordan con políticas y sistemas de salud responsables. Aunque aparentemente no relacionados, estos dos eventos son reflejo del mismo reto mundial: las desigualdades en la distribución global del poder y la riqueza, y del acceso a los mecanismos de desarrollo humano: educación, empleo, salud y a la vida misma.
Para comprender la relación entre desigualdad y enfermedad es necesario desmitificar la idea que relaciona las decisiones humanas individuales con prosperidad económica y salud. En su lugar, la aptitud individual debe entenderse como una parte del mecanismo compuesto por disponibilidad de riqueza y la división del trabajo colectivo que determina, entre otras cosas, quien tiene acceso a alimentos, agua limpia y servicios sanitarios de calidad.
La muy extendida creencia que asegura que la pericia y el trabajo duro recompensan con riqueza económica y que sugiere que se puede ser rico tomando decisiones correctas tiene implícitas conclusiones que insinúan que los que son ricos y poderosos sólo gozan del resultado de su trabajo y de sus ancestros, y que los que están sumidos en la pobreza tienen que sufrir las consecuencias de su ineptitud y de no haber trabajado lo suficiente. Esta analogía económica de la teoría de la selección de Darwin olvida que la sobrevivencia humana tiene raíces en el trabajo colectivo más que en la fuerza individual: las sociedades humanas se parecen más a las de hormigas que a las de gacelas o leones.
Cuando la OMS dice que 16 millones de personas mueren prematuramente cada año de enfermedades prevenibles, tratables o evitables, debemos entender las cifras dentro del contexto del sistema económico global enmarcado en la concentración de la riqueza y la división del trabajo hecho por los sistemas de salud, que determinan quienes estarán bien nutridos, recibirán atención médica de calidad y medicamentos oportunos.
Existe un vínculo notablemente cercano entre el lugar en el que se encuentra en la escala socioeconómica y su salud: cuanto más alto es el rango, mejor es la salud. Usted y yo, no los más ricos o los más pobres, podemos esperar vivir menos años que los más ricos y más años que los más pobres. El mexicano promedio puede esperar ocho años menos de vida saludable que otro en la cúspide de la pirámide económica. Los estilos de vida poco saludables significan muerte prematura y, mientras uno vive se debilita, la movilidad disminuye, la memoria y otras funciones cognitivas disminuyen y se acumulan varias enfermedades. Todo esto sucede a un ritmo progresivamente más rápido cuanto más abajo en la jerarquía social se encuentre. Los que están en el medio no son inmunes. Son parte del gradiente social en salud.
Si queremos modificar el curso de la epidemia global de enfermedades no comunicables, debemos decidir como comunidad global el tipo de sistema sanitario en el que queremos vivir. La cobertura universal de salud no es posible sin asumir que es necesario pagar por ella y la meta parece inalcanzable sin la implementación de políticas que reviertan la concentración de la riqueza. No parece posible que el 1% más rico pague la atención médica del resto.