Navegar / buscar

Desesperanza

  • Antonio Sánchez González, médico.

 Me cuentas de tus pacientes. De dos de tus casos.

Mujer. De 29 años. Hospitalizada hace varios días en una cama del piso de obstetricia en tu prestigiado hospital para gente pobre. Está embarazada de no se cuantos meses y pasa el día acostada mirando la pared. Está ahí porque escupe gusanos por la boca. Linfohistiocitosis es una palabra que te importa porque quieres publicar el caso. A ella le dice poco.

El otro caso es el de un hombre, como de 40 años, al que has visto varias veces en el piso de urgencias del mismo hospital destinado a atender a miserables que en otros tiempos -mis tiempos ahí- era atendido por algunos potentados. Me cuentas que llega cada noche fingiendo inconsciencia, después de fingir -también- que convulsiona en la banqueta a dos cuadras de ahí. Todos, camilleros, médicos y enfermeras, saben que simula los ataques porque ya puesto en una cama lo que sigue es que le sirvan algo de comida. Comida de hospital. Y en estas horas he pensado si más que desesperación, como tú crees, en realidad está enfermo de ansiedad.

Ambos casos tienen factores comunes: llegaron solos, están solos, son morenos, la piel seca, en sus expedientes dice “desnutrición crónica”, sus zapatos están rotos, hablan poco, tienen callos en las manos, llegaron a la ciudad en un vagón sin techo de un tren, ingresaron por la puerta de urgencias y dicen que vienen de muy lejos -del sur-. Ambos pretenden que su estancia ahí sea temporal porque van al norte. Cualquier norte.

Pero hay otros síntomas que no puedes medir. ¿Qué análisis le pides el laboratorio que sirva para medir el desaliento que una joven puede sentir por el hijo condenado a nacer en esas condiciones? ¿Con qué radiografía mides el agujero en el estómago de un miserable que elije revolcarse en el suelo a cambio de un poquito de comida? ¿Con qué mides el enojo? ¿Cómo calculas el miedo? ¿Y la tristeza? ¿Y la desesperanza? ¿Y la pobreza?

Esos pacientes pintan un sombrío cuadro de dos méxicos, en el que uno se ha recuperado de las crisis económicas de los últimos 40 años y el otro que ha caído en un abismo. Este último, que se componía de familias que anteriormente podían sobrevivir con trabajos que nadie más quería y que ahora hace crecer esa parte del país que cada día no tiene qué comer: casi de la noche a la mañana, esos miembros de familias pobres de agricultores se convirtieron en una masa de indigentes, afligidos y aislados. El crecimiento de ese México ha estado acompañado de una alarmante tasa de suicidios, asesinatos, sobredosis y enfermedades causadas por sexo inseguro, violencia, drogas y alcohol. Estas muertes de desesperación, que recientemente han llegado a niveles perturbadores puede ser solo un síntoma de una epidemia de desesperanza más grande e invisible.

En muchos idiomas es difícil describir el impacto de la ruptura de los vínculos sociales sin las palabras que utilizamos para denotar el dolor físico y las heridas. Tanto en humanos como en otros mamíferos sociales, el contacto social reduce el dolor físico. Es por eso por lo que abrazamos a nuestros hijos cuando se lastiman: el afecto es un poderoso analgésico.

Alguna vez te dije que creo que los médicos tenemos un punto de mira privilegiado de la sociedad. Además del dolor o la fiebre, los enfermos nos cuentan a los médicos de sus miedos, sus insomnios, de si están solos y sus penas. Si la ruptura social no se trata tan seriamente como un hueso roto, es porque no podemos verla.

Se me ocurre preguntarte ¿Quién debe curar estas heridas?