Navegar / buscar

DEMENCIA Y DERECHO PARA MORIR

Antonio Sánchez González, médico.

Parece muy lejano el momento en que se rompa uno de los grandes tabús en México: el derecho a morir en paz cuando uno mismo elija. Parece lejano, aunque tímidamente empiezan a darse las discusiones sobre algún proyecto de ley de muerte asistida que permita a las personas con enfermedades terminales el derecho a la asistencia médica para morir, siempre que sean mentalmente competentes y bajo un muy riguroso marco procedimental.

La muerte asistida es ilegal en México y es punible con una sentencia que alcanza pena corporal. Los intentos de cambiar la ley se han frustrado a pesar del apoyo público importante, significativamente creciente en las últimas encuestas. Los objetores religiosos los han bloqueado una y otra vez, amparados en preceptos teológicos, en este país cada vez menos creyente.

Estas disertaciones no son exclusivas de nuestro país. Por ejemplo, una persona de cada país europeo donde la muerte asistida tampoco se permite legalmente viaja cada semana a la clínica Dignitas en Suiza buscando ayuda médica para morir. No es barato. Estos viajes de muerte son una opción sombría, cuando la mayoría de las personas quieren morir en casa rodeadas de familiares y amigos.

Por otra parte, ¿quién no vive con el temor de perder su mente antes de que su cuerpo se rinda? La posibilidad de unirse a las filas de personas con demencia que están arrumbadas en hogares de ancianos miserables asusta a la mayoría de las personas. Lo mismo ocurre con la idea de ser una carga intolerable para su familia. Hoy todavía resulta extremadamente costoso hablar sobre el panorama social más amplio y pensar en el creciente número de personas con demencia que sobreviven a sus cerebros a un gran costo personal y social.

Quienes argumentan contra el derecho a morir afirman que las familias intimidarían a las personas mayores y en situaciones inconvenientes para que firmen sus propias sentencias de muerte para ahorrar los costos de su manutención y atención médica. Pero el costo es inevitablemente una parte de la razón por la que es necesario hablar de este asunto: los médicos sabemos que las personas que reciben un diagnóstico de demencia no solo temen por sí mismas, sino que temen porque sus ahorros (muchos o pocos) se desperdicien en gastos para prolongar sus vidas sin sentido.

La demencia es hoy una de las primeras causas de muerte. En algunos países las cifras se acercan al de las que ocasionan las enfermedades cardíacas. Ese hecho absoluto debería asustarnos a todos, ya que la peor muerte posible es ahora una de las más probables. San José, patrón de la «buena muerte», que murió de causas naturales con Jesús y María a su lado, trabajaba horas extras: pero la tradición no registra si aún jugaba con todas sus canicas. La buena muerte es lo que todos queremos: el derecho a elegirla es tan básico como todas las demás libertades que tenemos sobre nuestros propios cuerpos, ganadas con esfuerzo.

Hace un año, un análisis de la London School of Economics, encargado por Alzheimer´s Research UK, advirtió que el sistema sanitario mundial no está preparado para afrontar los posibles costos generados por la demencia (una condición íntimamente ligada al vertiginoso incremento de la expectativa de vida dado en el siglo 20). Los tratamientos han fracasado hasta ahora y, aunque hay una docena de medicamentos para el Alzheimer «potencialmente modificadores de la enfermedad» en las etapas finales de los ensayos clínicos, no necesariamente anuncian una cura milagrosa.

Son duras verdades. ¿Cómo pagará el mundo por el aumento masivo de la atención para las personas con demencia? Hacerlo decentemente es fenomenalmente caro. Hacerlo mal es crueldad brutal. No es debido mencionar estas decisiones difíciles en el mismo aliento que el derecho a morir, pero, por supuesto, están estrechamente relacionadas.

Demencia es una palabra terrible.