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Anorexia

Antonio Sánchez González.
Médico.
Parecía que Sofía había agotado sus opciones. A los 33, ella había sufrido de anorexia nerviosa por más de dos décadas -el mismo tiempo que tengo de conocerla- y su peso había caído en picada hasta ser igual al de un niño pequeño, el más bajo de toda su vida. Su psiquiatra, por frustración y desesperación, sugirió que la hospitalizáramos como una manera de hacerle pasar sus días restantes en relativa comodidad. Pero, por primera vez en años, Sofía estaba segura de una cosa: quería vivir.

El tratamiento de la anorexia, que se caracteriza por la autoinanición y la incapacidad para mantener el peso corporal adecuado, parece absurdamente simple visto de primera intención: sólo hay que comer y aumentar de peso. Es algo que mi paciente y los otros millones de enfermos afligidos por los trastornos alimenticios han escuchado innumerables veces. El problema es que nunca es tan simple. Sofía hace tiempo que perdió la noción del número de veces que ha sido ingresada al hospital por su bajo peso corporal, desequilibrio de los electrolíticos de su sangre causados por inanición o vómitos autoinducidos, o pensamientos de suicidio. Al dejar el hospital ella engorda un poco, pero casi tan pronto como le es dada el alta rápidamente regresa a sus viejas costumbres y pierde el poco peso que ha ganado. Y así, durante más de 20 años, ha permanecido sin esperanzas y sin cura.

Hasta una de cada cinco personas con anorexia crónica puede morir como resultado de su enfermedad, ya sea debido a los efectos directos de la inanición y la malnutrición o por suicidio. Esto lo convierte en el más mortífero de todos los trastornos psiquiátricos. Aunque los científicos han hecho un progreso tremendo en la descodificación de la biología subyacente de los trastornos alimenticios y en la búsqueda de maneras de intervenir en casos de anorexia presente en adolescentes antes de que el desorden se vuelva crónico, esto no se ha traducido en tratamientos eficaces para evitar las muertes de los adultos jóvenes afectados.

A pesar de su reputación como un desorden representativo de la quinta esencia de la modernidad, la anorexia no es nada nuevo. El primer informe médico de la enfermedad apareció en 1689, escrito por el médico londinense Richard Morton, quien lo describió como «un consumo nervioso» causado por «tristeza y síntomas ansiosos».

Incluso en los años 80, la anorexia seguía siendo una especie de rareza clínica. Era una entidad que los doctores de entonces rara vez veían y mucho menos tenía una pista de cómo tratarla. Cuando vi a mi primera paciente con anorexia a mediados de los 90, a la mitad de mi residencia como médico de adultos, solamente conocía la enfermedad por referencias literarias; recuerdo que pregunté al padre de esa primera paciente si él sabía qué era “anorexia”. Me dijo que su hija no podía ganar peso, que tenía “miedo a la comida «. Todavía sucede que incluso algunos pacientes no reconocen que sufren la enfermedad.

En aquel entonces, hace no tanto, la anorexia era vista por la comunidad médica como una decisión deliberada de alguna adolescente petulante, sin duda egoísta, vanidosa, obstinada. Y tal como ella había elegido enfermarse, simplemente necesitaba elegir mejorar. Parecía simple, solamente rebelarse contra el ideal cultural de la delgadez a toda costa. La investigación clínica, sin embargo, desmanteló estos prejuicios (no sólo que la anorexia sólo afecta a las niñas) y cambió por completo la forma en que pensamos acerca de esta patología.

Lo doloroso es que, incluso después de décadas de investigación acerca de las razones y el tratamiento de los trastornos alimenticios, los resultados terapéuticos no parecen beneficiar a los adultos con anorexia. Los médicos, psicólogos y dietistas observamos que los resultados del tratamiento para los adultos con anorexia permanecen desalentadoramente ineficaces. Menos de la mitad de los pacientes se recupera completamente, otro tercio muestra algo de mejoría, pero el resto permanece crónicamente enfermo.