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Un mural en la selva

A Dalila y Alejandro Galí, hasta Xilitla

Amparo Berumen

Uno de los actos más entrañables que tiene la vida es el acto de la evocación la imagen de mi hermoso padre sentado frente a su máquina de escribir me ha acompañado a lo largo del tiempo…

Y recordaba hace poco aquella presentación en La Casa del Poeta (Ramón López Velarde), de un pequeño volumen que habla del mural que Leonora Carrington pintó en Xilitla de la Huasteca Potosina, hace más de cincuenta años. Con el auspicio de Plutarco Gastélum Llamazares, el libro fue coordinado por el historiador Xavier Guzmán Urbiola, y presentado por Elena Poniatowska, Luis Rius, el propio Guzmán Urbiola, y el autor Gabriel Weisz Carrington, quien está celebrando con esta obra, Un Mural en la Selva, la vida artística de su madre.

Yo había ido a la presentación del pequeño libro por todo lo antes citado, y porque uno de los presentadores sería mi entrañable Carlos Monsiváis. Pero no llegó. Al día siguiente me dijo que había tenido una afección respiratoria e iría a consulta médica esa mañana…


Aquella noche Leonora Carrington arribó a la sala que registraba un lleno total. Rezumaba la atmósfera ese algo surreal que la artista fue plasmando en su obra a lo largo de los instantes. Era como un sentir religioso lo que prevalecía en aquel silencio previo a la presentación. Era el profundo respeto al público de unos presentadores sin poses ni artificios, ni pretendidas glorias.


Al recordar la casa de la infancia junto a su madre allá en la Colonia Roma, Gabriel Weisz escribe: “El perfume de pinturas al óleo, aguarrás y aceite de linaza pasea por mi memoria como espectador insistente. Del techo cuelgan muñecas blancas, a la vista hilos y alambres que articulan brazos y piernas. Son marionetas suspendidas en mitad del aire. Una de ellas tiene un par de ojos flamígeros, que mi madre modeló con base a dos ópalos. Cuando la luz golpea el ámbar, los ojos se animan; van bien con una criatura viviente.

Esas marionetas nunca actuarán en un teatro de títeres, pues pertenecen al dominio autónomo del objeto creado y no se las destinó a representaciones teatrales”.


Y se da cuenta el pequeño espectador que cada ser presente en los cuadros y en las esculturas penetra en la mente y gobierna las ideas, sin que él pueda describir lo que allí sucede, quizá porque no es de saberse bien a bien si la artista ha quedado atrapada en su propia trama lúdica, y cumple con los instrumentos creativos la voluntad de cada habitante.

Y continúa Weisz: “Otra tarde, según entro en su estudio, con un gesto me indica que me limite a sentarme y observar, pues está a punto de aplicar una hoja dorada a una pintura, cuya superficie es toda de madera. Cuidadosamente recoge la hoja dorada con una especie de pincel llamado punta de dorador.

La superficie está barnizada pero no aún del todo seca. La hoja dorada reposa sobre el plomazón, un cojín pequeño de gamuza, que tiene una protección para evitar que la hoja vuele por todo el lugar como una mariposa sagrada. Entonces levanta la hoja sin respirar sobre ella y la deja caer delicadamente sobre la superficie barnizada. La hoja ha de corresponder a una forma específica y no debe estar rota o desgarrada, tarea difícil puesto que la hoja es muy delgada.

Habrán de pasar tres semanas antes de que pueda usar el bruñidor de ágata para pulir la superficie dorada. Éste es el mundo del artesano, del artífice, de los que siempre han respetado el oficio que nadie sabe cuánto perdurará, desplazado como se ve por el “kit fácil de lo ya prefabricado” o el “sea experto en un solo día”. Aquí Weisz critica a los improvisados que no obedecen estas técnicas lentas e intrincadas.


La singular amistad de Leo- nora Carrington y el excéntrico Edward James –principal coleccionista y promotor de su obra– favoreció que ella le visitara en su casa de Xilitla. Y cuenta el autor: “Mi madre llegó a Xilitla con sus pinturas y pinceles.

En cuanto termina el desayuno se dirige a una de las gruesas columnas que sostienen la casa. Con lentitud se van revelando débiles trazos de un nuevo habitante de la columna. Puedo narrar la historia de este personaje al percibir el perfume narcótico de las cercanas orquídeas, al verlas abrir sus bocas monstruosamente pintadas. Abrumado por el pesado y untuoso aroma parecería que ya se está volviendo uno con su forma. Ella permite que la toque el incienso del jardín que siente a sus espaldas. Cubre una desnuda columna blanca.

Un escorpión admira a la Mujer Perra y sus pechos laberínticos; es así como la llamará, un nombre nuevo para su Diosa. Desea caminar por ella y entonces conocerla mejor, poseerla pasando por encima de ella, pero tal vez es más prudente aguardar hasta la noche y evitar el ser visto. Se desliza desapercibido en la selva que ya lo reclama de vuelta.

Ella desea seguir a su amante escorpión pero se queda adherida a la columna puesto que es el tatuaje de ésta; le ha dado un personaje. Devora los helechos que definen la selvatiquez a espaldas de su forma; al menos está nostálgica de deseo aunque no pueda satisfacer su necesidad por ser el tatuaje que adorna la carne de la columna.

Una vez más la Mujer Perra percibe la visita fantasmal del bálsamo de los jazmines que ahora puede rodearla por ser ya de noche. Las desnudas plantas de sus pies pueden deslizarse por la casa, puede ella sentir la temperatura del suelo y todo está envuelto en el silencio, excepto por la máquina de sonatas de los insectos que permea la noche selvática…

La pintora la trajo de ese vacío informe a esta superficie blanca y pareja; ya no es la sombra de una idea que vive en el limbo, pues se ha vuelto el alma de la casa; las moradas sin alma son siempre abrumadoras. Siempre estará allí para guiar a las criaturas nocturnas, no vayan a extraviarse entre las hileras de columnas majestuosas… El enjoyado sortilegio de un escarabajo se adentra en los arbustos iluminados de luna…

La mujer pintada en la columna ha aprendido cómo la sensibilidad define el jardín y la columna que ya se han asimilado a su cuerpo como un conocimiento o un ritual recién hallado; todavía no decide cuál de los dos.


“Leonora da un último toque con su pincel y la figura está concluida, con rapidez la vida interna ha salido de sus habitaciones y permanece ahora como un recordatorio de las cosas inexplicadas, frágil y expuesta a la menguante luz del postrero atardecer.

De regreso en casa de mi madre, nos sentaremos alrededor de la vieja y sencilla mesa para beber un té negro que lleva un tiempo preparándose”.