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Navidad de 2021, prudencia y esperanza

Antonio Sánchez González, médico.

A medida que se acerca la Navidad, los saludos tradicionales de esta temporada están dando paso este año a retahílas de consejos y recomendaciones de salud. En el mundo, este no es el momento para la redacción de guías sino de ordenanzas: los dirigentes que saben del tema recomiendan, prescriben, “pruebas preventivas”: y “en caso de síntomas, nos aislamos y alertamos” a los contactos; y en un impulso crístico, hay quienes se atreven incluso a un “cuidémonos unos a otros”, una asombrosa mutación del mandamiento evangélico sobre el amor mutuo.
Los políticos -los que saben del tema puramente infectológico, que no del social que le es inherente- y los funcionarios tomadores de decisiones en los ministerios de salud se han convertido en una corporación de cuidadores que dan suaves conferencias a los ciudadanos del mundo: “Si en tu mesa de Navidad hay alguien mayor de 60 que no está vacunado (…), le estás poniendo en riesgo”. Y se vienen a la cabeza las palabras de aquel ministro de salud francés haciéndose eco de la famosa frase en la que separaba a los “abuelos y abuelas” del año pasado, en la víspera de Año Nuevo, “para que cenaran en la cocina”.

Para quién no lo sabe, la epidemia está ahí, todo el mundo conoce su existencia, los riesgos, las limitaciones. Durante los últimos dos años ha sido parte de nuestra vida cotidiana, nos ha obligado a consentir restricciones, a adaptarnos. Entonces, ¿por qué necesariamente esgrimir esta retórica mitad pontificante, mitad infantilizante que ha sido el sello distintivo del discurso público sobre el tema desde marzo de 2020? Aunque la Navidad sea la época de la infancia, ya es hora de hablar entre adultos y, en este caso, de confiar en el sentido común de nuestros conciudadanos: ¿quién querría poner en peligro a quienes les rodean?

En estos meses hemos tenido que escuchar argumentos que en otros momentos serían tildados de sandeces, como el de quien pretende que no obligar a todos a vacunarse equivaldría a dar a los no vacunados el derecho a ir y matar a sus conciudadanos, y hemos sido testigos durante varias semanas de una violencia simbólica sin precedentes contra ellos, con los consiguientes efectos desastrosos que tendrán en la armonía ciudadana. Esto a pesar del hecho, comprobado, de que las vacunas tienen poco efecto sobre la transmisión del virus y que solo ciertas poblaciones bien identificadas están en riesgo de complicaciones en caso de infección.
Después de casi dos años de delegar en sujetos que usamos batas blancas no solo el manejo de la enfermedad sino también los de nuestras vidas y nuestra sociedad, abordar con calma estos temas en el debate público parece más necesario que nunca, pero también más difícil que nunca en el México terriblemente polarizado en el que esos políticos que han usado la epidemia para hacer política nos tienen viviendo a su merced en medio de la epidemia.

En el mundo ideal, en el que dirijan las decisiones de política sanitaria los políticos enterados del tema, parece que llegó el día en el que corresponde a cada familia evaluar la situación y poner en marcha las precauciones necesarias, preservando el espíritu de la Navidad también hecho de reuniones, cariños y regalos. La seriedad y la prudencia no son lo opuesto a la esperanza. No es necesario revisar los comprobantes de vacunación al pie del árbol.

En la mente de nuestros líderes, aunque no lo digan, durante estas semanas solo se ha pensado, en “salvar la Navidad”. Asombrosa inversión de significado. La Natividad es un evento de dos mil años de antigüedad. Su memoria ha traspasado guerras y desastres, hambrunas, tsunamis y persecuciones, y sigue viva en los corazones de los hombres. Reúne a creyentes y no creyentes en alegría. La Navidad no es una fiesta que deba salvarse, sino por el contrario una fiesta para acoger y celebrar al Niño del belén; él, que para los cristianos precisamente es el Salvador.