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Memorias en Blanco y Negro

Amparo Berumen

“Cuando no hago música,
hago el amor”.

Enrique Bátiz.

La noche con olor a mar caía romántica, sensual. En el jardín de los sueños destacaba la majestuosidad silenciosa de un piano en espera. Una perlina luz iluminó suavemente la cubierta magnífica, mientras la luna azulosa emergía de las nubes. Alguien ha dicho que la imagen del sueño es en blanco y negro. Dicen también que los sueños son refugio de uvas, y a veces no sé si esa esencia se esconde por mis venas, haciéndome su víctima en lo mágico de la utopía…

Mi vista vuelve al piano en la noche expectante. El Maestro aparece, se inclina brevísimo, callado, y un cantar de cascadas y lluvia colma el espacio: Enrique Bátiz, batuta del sonido excelso ha retomado el piano envolviendo en blanco y negro la noche, la gente, el escenario… Los minutos pasaron. Después de ejecutar magistralmente a Bach hizo un silencio, a medio recital se levantó enfadado nombrando a Joaquín Rodrigo, el músico español invidente de escritura fácil y espontánea, para decir con impaciencia que había poca visión, que la luz era pálida y no podía leer las partituras… Siguió el concierto, vino Chopin, y llovieron estrellas en el puerto.

Bátiz, cuyos amantes principales son la música y el silencio, había comentado: La condición básica de todo acto amoroso, de todo sonido es su capacidad para producir silencio; toda obra es un documento muerto que vive en tanto es capaz de producir emociones, en el momento que su descubridor sea un artista, un intérprete o un curioso, lo difunde y lo muestra como un valor vivo, porque el arte se trata de eso, de revivirlo, de interpretarlo, y para ello el silencio es el maestro por excelencia. (…) ninguna otra actividad humana puede producir lo que la naturaleza otorga por principio fundamental de vida: el silencio, un sonido origen de todo lo demás, lo que se quiera, pero antes silencio.

Llegada la cena tuve el privilegio de compartir su mesa. La conversación giraba en torno a su figura mayormente excéntrica. Contó algunas anécdotas de sus años jóvenes; de la fundación de la Orquesta Sinfónica del Estado de México; de su experiencia con un Secretario “de poca educación pública”. Habló asimismo de aquel incidente derivado de unas notas publicadas en el periódico Excélsior, cuando en aquel tiempo era dirigido por el gran señor Julio Scherer. Todas, anécdotas felices a la altura de esos años…

Su hablar desenfadado me hizo caer en la incorregible costumbre de anotar una frase; alguien dijo entonces que yo tenía una columna periodística. Los instantes se sucedieron y en medio de la amena charla le hice una pregunta incidental. Me miró fijamente diciendo que no concedía entrevistas, y menos aún en ese momento. Sonreí queriendo alejarlo de su percepción –era obvio que yo también deseaba disfrutar de la cena–.

Batiz habló de nuestro Espacio Cultural Metropolitano: “El teatro es un gran capricho. Los personajes que han traído a verlo no me impresionan, sólo el teatro. Va ser un teatro modelo, quizá el mejor de la república. Hay que dejarlo crecer”.

A unos minutos de dejar la mesa preguntó si todo había estado bien. La respuesta de todos fue afirmativa. Yo opiné que a quien conoce su trayectoria, no debe sorprenderle su temperamento; que el incidente de la luz tenue en el recital trajo a mi memoria el Bátiz de siempre. Que había tenido una actitud  enérgica, mas no impertinente. Que yo no lo consideraba relevante y que incluso le “concedía” esa actitud, estrictamente, porque en definitiva él era un Artista, un Maestro, y porque esa noche de música en el jardín había sido ciertamente de sueño.

Bajo el soplo de la brisa marina llegó el instante de su despedida, y como un rocío dúctil se revelaron en mi instinto las palabras de Octavio Paz: «Enrique Bátiz es las veces de un rito, cada orquestación es una historia que se inventa en la ejecución.» (Tampico, 27 de Abril de 2003).

amparo.gberumen@gmail.com