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Los pronósticos fallidos

Antonio Sánchez González. Médico.

Hace unos 20 años que los organismos encargados de la salud pública mundial han tenido listos los planes para hacer frente a una pandemia con el contexto actual. La famosa frase del director general de la OMS, – ¡Pruebas, pruebas, pruebas! -, no es de su autoría ni novedosa sino parte de esos planes.

Lo espeluznante es que esos planes simplemente no se implementaron en México debido a la falta de recursos económicos, incapacidad organizativa y carencias de capacidad de respuesta y de agilidad de los órganos de salud gubernamentales. Las medidas recomendadas por aquellos planes consisten en una secuencia simple; equipos de protección personal para el personal de salud, pruebas masivas, aislamiento y tratamiento de las personas enfermas y protección de los individuos pertenecientes a poblaciones de riesgo. En cambio, se implementaron mecanismos que habían sido abandonados hace más de 150 años -como la contención generalizada de la población, incluidas las medidas para restringir su movilidad.

Durante la última década, diversas organizaciones y algunos personajes con notoriedad internacional, como Bill Gates, enviaron alertas a las autoridades y a la opinión pública de que el mundo estaba quedándose sin recursos para hacer frente a una posible pandemia. Estos informes habían permanecido en letra muerta hasta los últimos seis meses.

Entre los especialistas se han dado debates de alto perfil, emocionantes pero a veces perjudiciales, con disputas sobre la práctica médica, ética, transparencia y la epistemología de la investigación científica. Por mucho que algunos países hayan reaccionado pragmáticamente y con coherencia, la respuesta mexicana ha sido fallida y desordenada.

El gobierno mexicano desperdició una gran oportunidad. Con una comunicación basada en la ciencia, honesta y transparente, había maneras de lograr un pacto social detrás de una causa de salud urgente y movilizar a la población. Dado que el riesgo de consecuencias graves de la infección es muy bajo antes de los 60 años, las medidas adoptadas tenían como objetivo principal aliviar el sistema hospitalario y proteger a las personas vulnerables. Una causa que naturalmente invitaba a la prudencia y a la responsabilidad, sin la necesidad de caer en pánico, sin causar ansiedad excesiva y sin cuarentenas masivas, pero con la identificación puntual y rigurosa de los casos, cosa que no ha sucedido.

Hay pruebas claras de que la contención generalizada no fue la mejor respuesta y que contradicen claramente los mensajes que llaman a quedarse en casa, válidos en la Edad Media. Los países que han respondido a la epidemia con medios técnicos y no con cuarentenas como su base fundamental (como Corea del Sur, Hong Kong o Taiwán) han logrado resultados claramente mejores. La confinación sin seguimiento ni tratamiento de personas infectadas es problemática, improductiva y social y económicamente costosa.

Obstinadas en negar su falta de preparación y para despejar cualquier responsabilidad, las autoridades han multiplicado las declaraciones y decisiones cuestionables y responsabilizan a terceros -a la población en general- hasta el punto de que hoy, cerca de la mitad de los mexicanos ya no confían en ellos frente al Covid-19.

Es obvia la dificultad para encontrar las respuestas correctas en situaciones de alta incertidumbre. Sin embargo, mientras estábamos encerrados, enredados en respuestas a veces excesivas y a veces deficientes, buena parte del resto del mundo respondió al primer golpe de la epidemia mucho mejor que nosotros simplemente haciendo lo correcto rápido y bien. La autocomplacencia y la negación de la responsabilidad de las autoridades, a pesar de un riesgo político muy elevado, es una de las causas de la desconfianza del público hacia ellas.

La propagación de un virus nada tiene que ver con la invasión de un ejército enemigo. Este discurso fue acompañado por muchas negaciones de la realidad: afirmaciones de que las pruebas o las mascarillas eran inútiles (cuando la simple verdad era que no teníamos), la insuficiencia de los recursos disponibles, los pronósticos fallidos y la confusión entre la medicina y la investigación.

Nuestra esperanza es que con intervención divina el nuevo coronavirus se desvanezca o se convierta en un virus respiratorio invernal recurrente antes de que los números ya no alcancen para contar los muertos.