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Liberalismo. El genuino.

Antonio Sánchez González. Médico.

Como muchos mexicanos, pienso que la conjunción del COVID, la guerra en Ucrania, la crisis social,  económica y de inseguridad que nos asfixian debe inspirar a la clase política con otros discursos, otras formas y otras reformas. No son las promesas, las cifras, las listas de nuevas regulaciones lo que nos puede dar esperanza para los años venideros.

Se acerca, de nuevo, en dos años, el momento de confiar a un presidente y a sus ministros la política de nuestro país durante seis años y eso no es cualquier cosa sino una elección de la sociedad que, debería esperarse, nos genere un mejor futuro. Pero, por el camino que vamos ¿tendremos que vernos enfrentados a hacer alguna vez una elección sólo entre el despotismo (solo el jefe de Estado hará lo mejor posible) y el populismo (cambiarlo todo, ignorar el contexto global)? A muchos ciudadanos en México nos gustaría tener una opción más profunda, que rompiera con lo que la clase política nos ha ofrecido durante décadas, pero no vemos una oferta nueva.

Hace 3 años muchos esperábamos una ruptura con todo el Estado, con todo lo político. Ahora, el Estado pretende invadirlo todo, y muestra que pretende gobernar, entre otras cosas, nuestro trabajo, nuestros ingresos, nuestra salud, nuestras pensiones, nuestras escuelas, nuestra vivienda, nuestro transporte, nuestra comida e incluso nuestra cultura y religiones.

Este Estado quiere ser bienestar, pero con el pretexto de la justicia social ya no tiene en cuenta el esfuerzo, el mérito personal, la iniciativa, el conocimiento. Por lo tanto, financia la mediocridad, los privilegios, el fraude y la corrupción. Es un estado jacobino, que ahora muestra que pretende dirigir todo desde un despacho de la capital e ignora las realidades, diversas, de cada ciudadano.

En contraste, este estado mexicano hace años que es incapaz de llevar a cabo las misiones que justifican su poder de coerción: proteger la vida, la libertad y la propiedad de las personas.

Muchos ciudadanos en México, como yo, consideran que la primera reforma a realizar, y cuanto antes, es reducir la esfera del Estado a su expresión más acabada, pero a la vez más sencilla: garantizar sus misiones soberanas (policía, justicia, defensa). El Estado debe intervenir fuera de este entorno sólo cuando no hay alternativa, cuando los miembros de la sociedad civil no pueden resolver sus problemas a través de contratos y decisiones libres.

Además de esta subsidiariedad lateral (que marca el límite dentro del cual se lleva a cabo la acción política), es necesaria una subsidiariedad vertical: los representantes electos nacionales solo tienen que intervenir cuando los representantes electos locales, en sus diversos niveles, no hayan podido resolver los problemas que preocupan a sus comunidades. La salud en la lógica de esta subsidiariedad es fácilmente comprensible: son las personas mejor informadas, las más preocupadas, las que toman las decisiones y son las principales responsables de ellas. El resultado contrasta fuertemente con el de la planificación centralizada (a cualquier nivel) y colectivista, que priva a los funcionarios electos locales de cualquier autonomía financiera y regulatoria.

Para ejercer este modelo de subsidiariedad, es indispensable un segundo cambio de ideas: la apertura a la competencia. Bien cimentados en su monopolio a la manera mexicana, los “servicios públicos” se vuelven rápidamente irresponsables, deficitarios y, por lo tanto, subsidiados. Nada justifica este monopolio, excepto una concepción dirigista del “bien público”, que no podría ser proporcionada por particulares, en el marco de empresas comerciales o asociaciones voluntarias. La privatización estimula el descubrimiento y el progreso, y satisface mejor las necesidades de la comunidad. Las propias administraciones mejoran en un clima de competencia, siempre que aceptemos la autonomía de su gestión, y la libertad de los ciudadanos para elegir su establecimiento empresarial y el manejo de su caja.

Por supuesto que se requiere coraje (de los ciudadanos, los legisladores y, posiblemente, visionarios reformadores) para cambiar la tiranía del statu quo que, personificada en diversas caras, diversas siglas y colores, pervive en nuestro país hace décadas: muchas personas viven del Estado, a través del Estado, a través de sus órdenes, a través de su ayuda, pervirtiendo su influencia y poder. Es fácil distribuir cheques (actuales o futuros) a diferentes clientelas electorales. Pero, si no es en este momento, en medio de esta crisis de convivencia social en la que vivimos, entonces cuándo será el tiempo para pensar en reformar este modelo de administración pública, paternalista, gastalona y desgastada y recuperar la esperanza de cada ciudadano, su libertad, responsabilidad y dignidad.