Navegar / buscar

Epidemia

Antonio Sánchez González. Médico.

Las epidemias ponen a prueba a las sociedades que atacan. Visibilizan estructuras latentes que de otro modo no son evidentes. Como resultado, las epidemias proporcionan herramientas para el análisis social. Revelan lo que realmente importa a una población y a quién realmente valora una comunidad. Un aspecto dramático de la respuesta social a una epidemia es el deseo de buscar culpables. Otro tema recurrente en los análisis históricos de epidemias es que las intervenciones médicas y de salud pública a menudo no cumplen su cometido.

Nadie se despierta por la mañana y dice: “Gracias a Dios, no tengo sarampión”. Eso, en pocas palabras, es el escenario que enfrenta la salud pública del mundo occidental cuando tiene en su contra una crisis como la del coronavirus. La misión de un sistema sanitario nacional, idealmente preventiva en su mayor medida, destinada a proteger a toda la comunidad, ha sido constantemente pasada por alto en países como el nuestro, que gastan más dinero en el tratamiento de los enfermos individuales. Sus victorias se dan por sentadas y se miden en función del número de enfermos curados y en el número de años de vida ganados a la enfermedad. En estos días, como demuestra el debate diario en la prensa, este tipo de ciencia médica es desafiada cada vez más.

En el mundo occidental, y en México, tenemos sistemas de atención de enfermedades y no sistemas de atención de la salud. La cantidad de dinero gastado en mantenernos bien es proporcionalmente muy pequeña. Los departamentos de salud pública son donde comienza la vigilancia de las enfermedades, así como el seguimiento de las «enfermedades reportables», como el sarampión, la influenza o, en este caso, la enfermedad producida por agentes como este coronavirus, y nos proporcionan una imagen de cómo y dónde se propagan las infecciones. Pero la investigación muestra que invertimos un dólar en salud pública por cada 2 mil gastados anualmente en tratamientos. Invertir más en salud pública nos ahorraría una enorme cantidad de dinero y dolor.

En estas horas, por ejemplo, la prensa ha cuestionado por qué nuestro país ha sido desafiado por algo aparentemente básico como tener disponibilidad de pruebas para este virus. La percepción de que cualquiera que la necesite en otro país puede conseguirla fácilmente nos revela que, evidentemente, no estamos listos para estos eventos. ¿Deberíamos de estar listos? Sí, pero no lo estamos.

Nuestro «sistema» de salud pública no es un «sistema». A pesar de que los mexicanos hemos llevado a cabo campañas exitosas en conjunto con la comunidad internacional, como la que erradicó la viruela, todavía somos incapaces de salvar la vista de muchos niños que habitan las regiones miserables del país que deberían ser tratados con vitamina A de bajísimo costo.

En cambio, la salud pública en México es proporcionada por un montón de instituciones, desde enormes hospitales de nivel mundial hasta pequeños dispensarios abiertos por los sistemas de atención a los desfavorecidos que normalmente encabezan las esposas de los gobernadores y los presidentes municipales, dispersas en los estados, municipios, ciudades y pueblos pequeños. Esas instituciones tienen responsabilidades que van mucho más allá del seguimiento y la respuesta a las epidemias e incluyen la verificación de la inocuidad de los alimentos y el agua, el combate contra las enfermedades de transmisión sexual y la lucha contra la crisis de la drogadicción. Todas esas funciones compiten por los recursos, humanos y monetarios, casi siempre escasos, frente a una nueva enfermedad.

Recordemos el 2009 y el H1N1: cada vez que tenemos una crisis sanitaria -habrá más-, parece que lo obvio es tener un fondo para atender la contingencia, los retrasos en la atención y las disputas políticas. La historia de las epidemias ofrece valiosos consejos, pero sólo son útiles si la gente conoce la historia y responde con sabiduría.