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Entre el ensueño y la realidad: aproximación a la obra “El tastuán y la niña de Jerez”

Por Priscila Sarahí Sánchez Leal

En la noche, cuando duermo, soy despertado por sones,

corridos, jaranas, cánticos religiosos… gritos, insultos, rezos.

Taconeo ensordecedor al ritmo de sonajas, violines y tamborcillos…

El relincho del Caballo del Santo Santiago que con su espada destruye mi

caballete y me persigue, culpándome de moro pecador (que lo soy).


Rafael Coronel

Hay obras en las que nos reconocemos a pesar del misterio que albergan. Tal es el caso del trabajo pictórico del artista zacatecano Rafael Coronel (1931-2019), quien asombra en cada uno de sus trazos, dejando una honda impronta en sus espectadores, por los múltiples enigmas que enmascara. El maestro muestra y oculta, sugiere y al mismo tiempo  da cabida a los procesos imaginativos e interpretativos de quienes se enfrentan a sus pinturas.

En palabras del escritor mexicano Salvador Elizondo (1932-2006) las imágenes de Rafael Coronel oscilan en una zona intermedia, no pertenecen ni a la realidad ni al sueño, pero son reales y al mismo tiempo son soñadas.[1] En este sentido la obra de Rafael se sitúa en el plano de la ensoñación, enmarcada por el manejo magistral de los claroscuros en su ambivalencia de iluminar y oscurecer, de manera que cabe preguntarse qué es aquello que subyace en el fondo del iceberg del universo plasmado por el maestro Coronel.

“El tastuán y la niña de Jerez”[2], acaso una de las obras de mayor trascendencia de la pintura mexicana contemporánea, nos sumerge en lo más profundo de nuestra historia. Si bien, es un cuadro oscuro que posee una estética que evoca las pinturas negras de Francisco de Goya (1746-1828), cuyo trabajo seguramente influenció a Rafael Coronel, la obra propone una alegoría de una sociedad decadente. En un primer momento, la enigmática pintura muestra una escena con un fuerte carácter ritual, pareciera tratarse de un aquelarre[3], en donde aparecen distintos personajes que usan máscaras, sostienen cabezas decapitadas y casi al centro está una joven desnuda adormecida, con un cigarro encendido en la mano derecha.

Una de las interpretaciones que han tenido mayor aceptación tiene que ver con el tema de la migración hacia Estados Unidos y las problemáticas a las que se enfrentan miles de trabajadores que se van a buscar mejores condiciones de vida y no lo consiguen. Sin lugar a dudas hay una fuerte degradación de la sociedad, por no decir de la humanidad, llevando más lejos las posibilidades de la interpretación.

Desde otro horizonte, es posible leer en la singular obra el sincretismo de un pueblo colonizado. Uno de los principales referentes para intentar comprender el cuadro desde una de sus múltiples aristas es la danza de los tastoanes, cuyo origen se encuentra en Tonalá, Jalisco, no obstante, es puesta en escena en municipios zacatecanos como Jalpa, Juchipila, Apozol y Moyahua. Esta danza representa la resistencia de los grupos colonizados ante los españoles, de ahí que pueda afirmarse la carga subversiva de dicha tradición.

La palabra tastoan deriva del náhuatl tlatoani, que significa “señor” o “el que tiene el mando”, lo cual está vinculado a la autoridad. Siguiendo esta línea, es significativo el hecho de que los tastoanes sean golpeados en las piernas con una rama que porta San Santiago, representando lo que en tiempos de la Nueva España fue la otra conquista, es decir, la imposición del cristianismo a los pueblos originarios de México.

En este sentido, la danza es la representación de esta lucha entre grupos. Asimismo, evoca la Guerra del Mixtón que tuvo lugar en el siglo XVI, cuando distintos pueblos originarios se sublevaron ante los ejércitos españoles, tras los abusos de conquistadores como Nuño Beltrán de Guzmán (1490 – 1558), una de las figuras más controversiales de la época, ya que fue fundador de diversas villas a costa de la destrucción de pueblos.

En la obra pictórica que nos ocupa hay un juego interesante entre los personajes y las máscaras, que son recurrentes en el trabajo de Coronel. En “El tastuán y la niña de Jerez” algunos personajes llevan el rostro cubierto, mientras que otros muestran la cara y usan la máscara al revés, como si se tratara de desenmascarar algún sentido profundo de nuestra sociedad. Según Julio Amador Bech la máscara es el “vehículo de un poder misterioso.”[4] Durante la época prehispánica las máscaras cumplían con una función ritual y generalmente eran símbolos de los dioses que veneraban.

En la época colonial la tradición de las máscaras continúo con su trayectoria, con la variante de que se introdujeron danzas en las que se representaban las luchas entre moros y cristianos, así como las pastorelas, sin embargo, las tradiciones prehispánicas siguieron teniendo presencia, como la danza del venado, aunque la fusión de elementos fue inevitable. Hoy en día es posible encontrar este sincretismo cultural en las distintas danzas que se realizan sobre todo en las fiestas patronales, en todo esto aún resuenan ecos de los cultos prehispánicos en contra parte con la evangelización colonial.

En el cuadro de Coronel hay guiños a todas estas representaciones, encontramos a la muerte, hay demonios, un borracho, una escena que parece ser una representación de moros cristianos, diablos, Santiago apostol, un caballo y, desde luego, la figura femenina desnuda que pareciera representar la inocencia de una niña a expensas de los vicios de una sociedad corrompida, que se oculta tras diversas máscaras. Esta escena en específico evoca el poema de Ramón López Velarde (1888-1921) “La niña del retrato”:

La niña del retrato
se puso seria, y se veló su frente,
y endureció los dos ojos profundos,
como una migajita de otros mundos
que caída en brumoso interinato,
toda la angustia sublunar presiente.[5]

Estos versos y la obra parecieran complementarse. La niña lopezvelardeana al igual que la figura femenina del cuadro está inmersa en un mundo brumoso, enmascarado por la corrupción, los vicios y otros demonios. Rafael Coronel pone en escena de forma alegórica una sociedad resquebrajada y, convencido de que “el progreso del país debería tener una estrecha relación con las artes”[6], saca su mejor as que es la pintura para llevarnos al abismo en un intento por desenmascarar lo más profundo de la realidad humana.


El presente texto es un fragmento que forma parte de una investigación en proceso acerca de “El tastuán y la niña de Jerez”, de Rafael Coronel Arroyo.

Foto: Priscila Sánchez, “El tastuán y la niña de Jerez”, Museo Rafael Coronel, Zacatecas, Zac.


[1] Elizondo, Salvador, “Apariencia y realidad” en Rafael Coronel, Catálogo de exposición; Galería Lourdes Sosa, Ciudad de México, 1998.

[2] Obra de gran escala albergada en el Museo Rafael Coronel, antiguo convento de San Francisco. Acrílico sobre tela, Cuernavaca, 1998, 200 x 600 cm.

[3] Hay un símil con la obra “El aquelarre” (1797-1798) de Francisco de Goya, uno de los máximos representantes del Romanticismo español.

[4] Bech, Julio Amador, La condición del arte. Entre lo sagrado y lo profano. Apuntes de sociología y antropología del arte, México, 2006.

[5] López Velarde, Ramón, “La niña del retrato” en Obras, José Luis Martínez (compilador), FCE, México, 2014, p. 213.

[6] Estrada Lazarín, Jánea, Una bizarra melancolía. La tradición plástica en Zacatecas, Texere Editores, Zacatecas, 2020, p. 108.