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Diego Emiliano

Antonio Sánchez González. Médico

Aumento del tiempo de trabajo, agotamiento, acoso… Todo lo anterior sumado a las dificultades de la vida cotidiana. Se calcula que en cada país del mundo occidental, México incluido, muere por suicidio un médico de pregrado (antes de terminar la carrera de medicina) o de posgrado (en el período de especialización) cada 18 días.

Estos médicos jóvenes, estudiantes que están en el proceso de convertirse en médicos o que ya han completado sus 6 años de medicina y que están en el camino de la especialización y que ejercen en los hospitales de las diversas instituciones del sistema sanitario público, están cansados. Después de la crisis del COVID19 hay diversos análisis que demuestran que el estado mental de los médicos se ha afectado profundamente y en algunos casos se puede considerar “catastrófico”.

La situación es muy grave. Estos médicos no deben trabajar más de 48 horas por semana. Sin embargo, diversas fuentes demuestran que trabajan un promedio de 58 horas fuera del período COVID. En los pisos de cirugía, más de 70. Y cada día están más agotados.

Desde la crisis, las horas de trabajo se han disparado. Ahora se pueden contar casos de médicos que dedican a los servicios asistenciales 80, 90 o incluso 100 horas a la semana. Estas horas no son recuperables ni pagadas. No me interesa este último punto. La urgencia es que hoy en día haya algunos de estos médicos que se suicidan. Un guardia, en tiempos normales, tiene límites de tiempo que son un supuesto.

Imagine que mañana uno de sus seres queridos es hospitalizado y el médico que lo atiende dice: «Estoy en mi hora 80 de la semana y han pasado 22 horas desde que dormí». Usted irá a casa y no va a cerrar los ojos en toda la noche. Eso sería legítimo. Existe la idea en la cultura médica de que un médico no duerme. Pero todos los estudios muestran que esto es falso: cuando un médico no ha dormido, está en un estado similar al que estaría si hubiera estado bebiendo.

Es peligroso tanto para el doctor como para el paciente. Un médico joven es un ser humano; ha experimentado la misma tristeza que el mexicano promedio desde el comienzo de la crisis que vive el país y que se prolonga desde que empezó la epidemia del coronavirus.

Vive el luto, las separaciones, las dificultades económicas, las carencias de cada familia y la que se vive en los hospitales (la que viven los pacientes, los hospitales y los mismos médicos). Y, aparte, tiene que lidiar con periodos en los que no puede abrazar a su familia y participar de sus celebraciones.

Muchos médicos, especialmente los jóvenes, han estado lejos de las personas que aman durante ya mucho tiempo. Añádase a esto la explosión del tiempo de trabajo, el monto de la información humana y técnica que los médicos en estas condiciones deben digerir y la confrontación permanente con el sufrimiento y con la muerte.

Los estudios que recopilan los casos de sus muertes dicen que los médicos que terminaron con sus vidas no tenían fragilidades preexistentes, aparte de alguno de ellos cuyo caso puede ser especial. Recuerdo cuando hablé con la madre de mi compañera, que murió a la edad de 24 años hace varios, me explicó que amaba su trabajo, que estaba alegre todo el tiempo.

Trabajó más de 80 horas a la semana durante dos meses y terminó teniendo un ataque de pánico. Se lanzó por una ventana. Sé del caso de una amiga de mi hijo, médicos ambos, ginecóloga ella, que le dio unos tragos a una botella con sosa cáustica sabiendo que la muerte por mediastinitis es dolorosamente espantosa y cruel. Sí, la medicina puede matar a sus médicos. Y, sí. Sí hay una omertá en torno a este tema.

Los agresores de los médicos jóvenes son a menudo sus superiores jerárquicos. Estos últimos son en medicina los superiores universitarios y hospitalarios. Ellos tienen en sus manos el futuro de los médicos jóvenes. Por lo tanto, si el destino de uno está en las manos de otro, es imposible quejarse y es imposible huir.

Los médicos jóvenes, en la mayoría de los casos (claro que hay deshonrosas excepciones) aprietan los dientes porque son personas duras, que han luchado por ello, que han pasado exámenes difíciles y que trabajan incansablemente. Pero el malestar está ahí y afecta a todos los médicos jóvenes.