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Crisis a diferentes velocidades

Antonio Sánchez González. Médico.

Dos cifras ilustran la evolución de la economía global desde el comienzo de la crisis del Covid-19. En su pronóstico de este mes, el Fondo Monetario Internacional (FMI) prevé un crecimiento económico excepcional del 6.4% para los Estados Unidos en 2021, mientras que pronostica un desastre para los países del África subsahariana y no se espera que el crecimiento del PIB en la región supere el 3.4% en este año, el más bajo del mundo. En otras palabras, la pandemia detiene el ascenso de los países emergentes y profundiza peligrosamente las desigualdades entre los países ricos y pobres.

Esta crisis no se parece en nada a la de 2009, entonces los países ricos fueron devastados por la crisis financiera, mientras que los países emergentes escaparon con sólo “un -ya famoso- catarrito”. Ahora ocurre lo contrario: se espera que el PIB de los Estados Unidos vuelva a su nivel anterior a la crisis a finales de año, mientras que la recuperación dure varios años para los países emergentes e incluso un lustro para los países del África subsahariana. La crisis podría hundir a 150 millones de personas en los países emergentes, como el nuestro, en pobreza extrema a finales de 2021.

En la raíz de esta amplia divergencia, pueden enumerarse varias razones: las campañas de vacunación tienen diferentes velocidades en proporción con el desarrollo de cada nación, sin duda influye la capacidad de algunas economías para adaptarse mejor a los periodos de cuarentena a través de la tecnología digital y hay economías con mayor grado de dependencia de sectores afectados por restricciones sanitarias como el turismo, y lo más importante es que los países en desarrollo no tienen los mismos recursos ni capacidades administrativas que los países ricos para protegerse de la crisis y reactivar sus economías.

Esta crisis también ha dado oportunidad para experimentar la adopción generalizada de programas de transferencia de dinero que han servido de tablita de salvación para los pobres, al mejorar su seguridad alimentaria y su bienestar. Según el Banco Mundial, al menos 1.100 millones de personas en todo el mundo se han beneficiado de estos programas de dispersión de dinero, una cifra que aumentó al menos un 240% durante la crisis. Para lograrlo, en algunos países las autoridades han tenido que echar mano del ingenio, como el gobierno nigeriano, que ha transferido dinero a quienes recargan sus celulares con sumas muy pequeñas, lo que ya es un indicador de pobreza como cualquier otro.

Sin embargo, los programas sociales no son eternos e inagotables. Ya fuertemente endeudados, con la caída de los ingresos fiscales, los países ya no deberían permitirse financiarlos. Un país como Ghana gasta casi la mitad de su presupuesto en el pago de la deuda. Más de 40 países, entre ellos México, tendrán que operar en 2021 y 2022, con presupuestos de austeridad, en promedio 12% menores que en 2018 y 2019, según un estudio de la Universidad de Columbia. A las crecientes desigualdades se suma esta injusticia: los países que más sufren la crisis no tienen los recursos para salir de ella. Inmersos en la austeridad fiscal, necesitan financiación externa, aunque sea de forma subterránea.

Lamentablemente, la solidaridad mundial no está del todo ahí, ni en términos de vacunas ni de economía. En la reunión del G20 de otoño de 2020, se estableció un nuevo marco común de reestructuración de la deuda para los países deudores, aunque Pekín es reacio a negociar con otros acreedores. Hasta la fecha sólo han participado tres países deudores.

Mientras tanto, los inversores privados son casi los únicos que dan oxígeno a los países pobres frente a las altas tasas de endeudamiento. Varios países se preparan para emitir bonos. El problema es que esta deuda rara vez está destinada a financiar programas sociales. Los países pobres no están pidiendo prestado para reactivar sus economías o para luchar contra la crisis, sino para mantenerse a flote y pagar sus préstamos.