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CONFLUENCIAS

Un retrato de Larroyo bastante difundido revela fielmente la trazadura de su misterio. La fotografía en cuestión lo presenta erguido, estrictamente formal, preocupado, terminando una diligencia, a punto de salir hacia su enésimo deber.

Es reconocible por sus gruesos lentes negros, sobrios hasta el tedio, desde los cuales el filósofo jerezano espía los enigmas más insólitos. En la sobriedad de sostener la carpeta de documentos descansa el aire de un hombre diligente enteramente dedicado a la enseñanza mediante la escritura. En la carpeta adivinamos lecturas, versiones de algún capítulo. Resulta perceptible un intelectual vital con el reconocible halo de haberlo preguntado todo. Ataviado de la mirada inquisitiva que sabe emerger en sus páginas dubitativas. Una imagen rotunda para descubrirnos la iluminación del intelectual.

Circunspecto, taciturno, sabio, Francisco Larroyo concluyó en un artículo para presentar los afanes del Anuario de Filosofía y Letras, con la expresión latina: “liber ipse et per se loquitur” que en su espíritu se traduce: “el libro en si habla por si solo”. Según esta premisa, corresponde al humanista hablar estrictamente a través de su obra. La tesis que sostiene esta sentencia fundamenta la profundidad ofrecida en los libros. Más allá de la expresión verbal ocasional, su comunicación mejor acontece en el libro.

Investigar a Francisco Larroyo contrae la oportunidad del encuentro con un pensamiento riguroso y dinámico sobre temas de gran interés para nuestro tiempo. Se trata de textos invaluables a los cuales podemos acceder todavía y de los que es posible aprender por sus reflexiones de alta calidad, puntuales conceptos y precisión del lenguaje.

Ello depara al lector una conversación estimulante entre la inteligencia y la sensibilidad. En este contexto, leer a Larroyo deviene en una expedición que viene de lejos, supone el encuentro con el cultivo de la cultura. Hay una prioridad en medio de la tormenta; hemos de investigar a Larroyo, anticipándose a la zozobra.

Las presentes notas se apuntan para honrar la memoria de un gran pensador cuya vocación abonó en él desbrozamiento de la cultura en el siglo XX mexicano. En efecto, la escritura de Larroyo puede explicarse como estudios alentados para desbrozar el camino del entendimiento sobre tópicos imprescindibles para nuestro país. Incluso sus entregas a la página de editorial de la prensa mexicana, asunto motivo de una próxima entrega, hacen resonancia de esa premisa del texto que habla en el propio texto. La escritura de Larroyo constituye una auténtica reflexión abundante en el discurso retórico. Hay sabiduría en la consignar las ideas en la conversación responsable y afanosa.

En tal encomienda, el ilustre filósofo jerezano nos enseña que vale la pena comprometerse con la expresión de las ideas, con la formulación de interpretaciones, con la fundamentación asociada a las enésimas conjeturas. Tal fórmula de sabiduría antigua reivindica a la razón dialogada, recupera el aliento compartido, reclama la oportunidad de la escucha.

De esta manera insiste el filósofo jerezano en que la encomienda de la conversación tiene sentido, que, adicionalmente, ha de fraguarse con fundamento en la apertura y el diálogo. De tal suerte que es un pensador que llama la atención para alentar la creación de atmósferas de desarrollo y enriquecimiento espiritual con base en la consideración de distintos puntos de vista. Para bien de sus lectores, de tal perspectiva conversacional impregnó su vehemente vida y su ardua y astuta obra. Todo con el fin de que las idas en el libro hablen con más poder en cada siglo.

No es el perceptible cansancio vital que adorna a los detectives de ficción, sino el reconocible halo de novela negra que envuelve a tantos escritores. Larroyo funda con esta perspectiva analítica una deriva la cual al mismo tiempo inquiere y duda con tal de emerger más allá de la zozobra, constituyéndose así en ave fénix resurgiendo del pensamiento antiguo. En todo caso, Larroyo procura la curiosidad emulativa como dádiva.